La crisis financiera internacional ha recuperado el debate sobre
la propiedad privada o pública de la banca. Los millonarios rescates bancarios
acometidos por diferentes gobiernos (con Estados Unidos y Reino Unido a la
cabeza), los extraordinarios beneficios que han tenido los directivos antes,
durante y después de la crisis, la distorsión generalizada que han provocado
con sus actividades especulativas… y la sin duda sangrante consecuencia final
de la crisis: el pago de la misma por las clases populares que nada han tenido
que ver en la gestación de la misma. Todo ello está ahora mismo encima de la
mesa.
El debate no es sólo
moral, como podría parecer en primera instancia, sino que va mucho más allá. Se
trata, también, de una cuestión económica de cuya resolución dependerá el
futuro de la actividad económica mundial. No en vano, hablamos del funcionamiento
de un sector crucial para el capitalismo.
Costas Lapavitsas,
profesor de la School of Oriental and African Studies (SOAS) de la University
of London, y miembro del Research on Money and Finance (RMF), escribió recientemente
un artículo en el que argumentaba las razones por las que, según él, era
necesario abogar por una Banca Pública. Recupero aquí las principales
aportaciones de aquel documento, que en todo caso recomiendo leer al completo,
de cara a fortalecer nuestros propios argumentos.
Para Lapavitsas la
actual es una crisis sistémica, y no accidental. Estaríamos ante los efectos
más drásticos de la transformación que el capitalismo contemporáneo acometió en
torno a la década de los setenta y ochenta. Dicha transformación, resultado de
las reformas políticas de los gobiernos de inspiración neoliberal, habría
llevado a la banca a perder la cuota de mercado que tenía con las grandes
empresas productivas. Éstas, aprovechando el nuevo contexto financiero
(bautizado por muchos autores con el término de “financiarización“) habrían
reducido su dependencia de los bancos gracias a una mayor facilidad para
financiarse a través de operaciones de mercado abierto (fundamentalmente a
través de la emisión de acciones y títulos). Los bancos, en respuesta a ello y
para mantener los niveles de rentabilidad previos, habrían desplazado su
actividad en dos sentidos: involucrándose de forma creciente en operaciones de
mercado abierto e intensificando sus relaciones con los trabajadores
individuales.
La crisis habría puesto
de manifiesto la debilitad de dicho esquema. Las operaciones de mercado abierto
habrían sido fundamentalmente especulativas, derivando en una fuerte
inestabilidad financiera, y la intensificación de la actividad sobre los
trabajadores individuales habría llevado a lo que se define como “expropiación
financiera” de los bancos sobre los trabajadores, agudizando la desigualdad y
la transferencia de rentas desde las clases sociales más desfavorecidas hacia
los directivos bancarios y los accionistas de los bancos. El estallido final de
la crisis habría supuesto, también, una fuerte transferencia desde el sector
público hacia el sector privado; las inyecciones de capital y la compra de
activos tóxicos habrían sido, además, ineficaces al no conseguir recuperar los
flujos de crédito hacia las empresas.
La necesidad de una
Banca Pública tendría dos pilares fundamentales. El primero, superar la crisis
actual de forma justa y verdaderamente eficiente. El segundo, recuperar el
sentido del sistema financiero y promover que el mismo sea un canal efectivo de
transferencia de capital hacia la inversión productiva. Además, se plantea,
serviría también como parte de una estrategia más amplia de recuperación del
poder económico y democrático de la ciudadanía.
Efectivamente, las
inyecciones de liquidez, los tipos de interés cero, la compra por parte del
Estado de activos tóxicos (títulos financieros que ya no valen nada y que
permanecen a precios ficticios en los balances bancarios disimulando así las
pérdidas reales), y otras medidas del mismo sentido, no han tenido el éxito
esperado. Han servido para recuperar la rentabilidad de los bancos, y de ahí
que publiciten tantos beneficios en años de crisis, pero no se ha reactivado el
flujo crediticio. ¿Cómo es posible? Fundamentalmente porque todas esas
inyecciones de dinero público se han destinado a nuevos procesos de inversión
financiera especulativa y no de financiación de la inversión productiva. Es
decir, los bancos que recibían dinero barato de los bancos centrales lo
destinaban a prestárselo a otras unidades económicas a precios mucho más caros
(incluyendo al propio Estado a través de la deuda pública).
Los bancos no se atreven
a reconocer las pérdidas porque tendrían que enfrentar una posible quiebra y
una caída espectacular en la cotización de sus acciones. Por eso los estados
están ayudando en todo el mundo a los bancos de una forma muy poco
transparente. Y, como salvaguarda de los principios del sacrosanto mercado,
tampoco pueden controlar a qué destinan los bancos el dinero. De ahí que
durante la crisis escucháramos a presidentes como Zapatero casi pedir por favor
a los bancos que movieran el dinero a la economía.
La Banca Pública sería
una alternativa mucho mejor para enfrentar todos estos problemas. En primer
lugar, restauraría al completo la confianza en los mercados. Al estar su
actividad respaldada por el Estado, no habría razones para dudar de sus
solvencias, y reduciría las tensiones en los mercados interbancarios
(reduciendo los tipos LIBOR y EURIBOR). En segundo lugar, se solucionarían
también los problemas de falta de transparencia, falta de democracia y, claro
está, de solvencia. No habría razones para ocultar pérdidas, y la liquidez se
recuperaría. En tercer lugar, se podría establecer un criterio justo y
solidario para pagar el coste de dichas pérdidas, diversificando el mismo entre
clases sociales.
En lo que respecta al
comportamiento de largo plazo, los bancos privados se han comportado -como es
lógico- como empresas capitalistas maximizadoras de rentabilidad y, como es propio
del contexto actual, basando su actividad en un cortoplacismo que ha obviado
las estrategias a medio y largo plazo. En su labor original los bancos privados
se han mostrado muy poco eficientes. Así, han destinado los recursos a
actividades especulativas, dejando de lado la financiación de la economía real
y llevando a menores tasas de crecimiento económico en todo el mundo
desarrollado. El sistema financiero, en definitiva, se ha distorsionado y no
está cumpliendo su función.
La banca pública sí
puede cumplir esas exigencias de forma satisfactoria. Las grandes empresas no
se financian a través de los bancos, pero sí las medianas y pequeñas empresas
así como también los hogares. Un sistema financiero eficiente propulsa la
demanda agregada a través del incremento de la inversión y del consumo,
llevando a mayores tasas de crecimiento económico. Además, el funcionamiento
“ético” de la Banca Pública tendría prohibidas las actividades especulativas y
las prácticas depredatorias (altos tipos de interés, estafas, etc.) con los
trabajadores individuales. La Banca Pública se convertiría así en el
instrumento más eficaz para hacer política económica, pudiendo dirigir las
decisiones de inversión de las empresas y, por ejemplo, ayudar en la
configuración de un nuevo modelo productivo (fomentando a través de líneas de
crédito barato, por ejemplo, la inversión en sectores estratégicos como las
energías renovables).
Lapavitsas precisa
algunas puntualizaciones finales. No se trataría de una simple sustitución de
gestores privados por burócratas estatales, sino de un cambio profundo y
radical en la naturaleza de la misma institución. Una banca pública que
estuviera organizada democráticamente, con unos criterios sociales bien
diferenciados y con total transparencia y representación social. Y dentro de un
marco de cambio económico en el que se revertiera la tendencia regresiva de las
políticas económicas, llevando fundamentalmente a una recuperación en la
provisión de servicios públicos por parte del Estado.
Para llevar a cabo todo
esto y poder reiniciar un ciclo económico expansivo, Lapavitsas insiste en que
no hacen falta técnicos cualificados (que los hay, y muchos en paro) sino
simple voluntad política. He ahí la cuestión.
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