Me quedaban pocas dudas sobre la existencia del cielo, si tenía alguna me la quitaron, a “fuerza de hostias”, por no ir a misa los domingos. Eran tiempos de misa obligatoria y los maestros pasaban lista para empezar la semana “calentando” a los alumnos descreídos. Lo mío no era cuestión de creencias, era simplemente que mi madre reclamaba su derecho al descanso dominical, algo por cierto muy cristiano, y se levantaba más tarde los domingos y festivos.
Me estuvieron “calentando” cada lunes hasta que empecé el bachillerato en un colegio privado, en el “solo” me pegaban por hablar o por hacer alguna trastada. Cosa frecuente en mí, que ya apuntaba facilidad para la oratoria y la rebelión. Pese a todo, siempre me quedó ese poso de duda y me seguí preguntando, hasta ayer, si ¿existirá el cielo en el cielo?
Queda claro que el propio Vaticano ha dado por amortizados el purgatorio y el limbo, por lo que el debate se reduce a si existen cielo e infierno. Y en este asunto me posiciono rotundamente: ¡sí!
Daré, en apoyo de mi tesis, un argumento contundente: la conducta de ricos y alto personal de la iglesia.
Gonzo, reportero del Intermedio, preguntaba a uno de los portavoces del foro de curas de Madrid quien tendría más difícil su entrada en el cielo del cielo, si Botín o Rouco Varela. El pobre cura no supo que responder.
Los ricos y los obispos parecen tenerlo claro, el único cielo que existe está en la tierra y se corresponde con lo que nos toca vivir. El otro, el cielo en el cielo, es un camelo con el que nos entretienen para que no les molestemos mientras disfrutan de su privilegiada vida. Para ello se han inventado toda suerte de milongas (milagros, pecados, mesías, religiones…) y cuentan con los medios para convencernos (periódicos, gacetas, televisiones cutres, estados…), será por dinero, cuentan incluso con políticos pretendidamente de izquierda.
Pero, ¿qué es el cielo?, nos preguntamos. Para mí el cielo no es otra cosa que el placer de las cosas pequeñas, de lo que nos gusta y no siempre podemos hacer. Realmente todos tenemos un cielo a nuestra medida, depende de nuestra ambición. La diferencia entre ricos-obispos y pobres está en la calidad y cantidad de lo material para sentirse en el cielo.
Yo, por ejemplo, me siento en el cielo con una ración de bravas o gambas con gabardina, de cháchara y paseo con mi amigo Ángel, o “soñando con serpientes” escuchando a Silvio Rodríguez. Botín o Rouco necesitan mucho más, ellos deben tomarse un vino de miles de euros, para acompañar el “beluga”, navegar en su yate o jet privado, y escuchar a Lady Gaga. En esto consiste la diferencia de clases, en el buen gusto, y, en eso, les doy sopas con honda por mucho dinero o poder que tengan.
Mi cielo es barato y asumible, con escasa o nula huella ecológica. El suyo, por el contrario, es insostenible, y por eso tienen que protegerlo de mí, de ti, de nosotros. Por ello pecan de avaricia, lujuria, soberbia, gula, pereza, ira y envidia; se retroalimentan y se mantienen unos a otros, se conceden el perdón y disfrutan juntos del cielo en la tierra.
A la mayoría nos engañan con los mensajes confusos de sus tontos útiles, que repiten machaconamente ¡para ganarte el cielo, tienes que sufrir en la tierra! Lo hacen incluso involuntariamente, justificando políticas económicas como las actuales, haciendo el trabajo sucio a banqueros y obispos para obtener sus limosnas y su perdón, para que les den un pedacito del cielo en la tierra.
Menos mal que miles de jóvenes han dicho ¡basta ya! de milongas, de engaños y de tontos útiles y se han puesto en marcha hacia Madrid con un claro objetivo: de Madrid al cielo.
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