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TERCERA VÍA

Ricardo Lagos, presidente socialista de Chile, dijo en una ocasión algo así como que "igual ser socialista hoy en día significa garantizar que usted pueda ser el próximo Bill Gates". Se trata de una declaración que sintetiza como pocas las aspiraciones de eso que se ha dado en llamar "Tercera Vía", "Nuevo Centro" o incluso socioliberalismo. No se trata ya de garantizar que no van a existir más Bill Gates o, cuanto menos, que si existen no van a poder ejercer ningún poder sobre los parias de la tierra. En lugar de eso, se trata de garantizar que estos últimos pueden llegar, también, a ser Bill Gates. 

Pero expliquemos un poco mejor que es esta "Tercera Vía". La Tercera Vía podría definirse como la aceptación sin ambages de la económica capitalista por parte de la socialdemocracia. Lo que diferenciaría a esta "Tercera Vía" del liberalismo capitalista de toda la vida serían básicamente dos cosas. En principio, el mantenimiento de un ideario progresista en aquellos ámbitos no económicos de la vida social (derechos civiles, políticas de género no-económicas, etc.). En segundo lugar, la Tercera Vía apuesta por una cierta intervención del Estado en materia socioeconómica, pero solamente para garantizar la estabilidad macroeconómica del país en cuestión y para asegurar una cierta igualdad de oportunidades. Se confía, en particular, en el poder de la educación para "hacer que usted pueda ser el próximo Bill Gates". Esta visión ha pretendido significar la renovación de la socialdemocracia en el mundo globalizado posterior a la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, a mí me parece que reúne tres graves inconvenientes que la imposibilitan para tal misión, a saber: que no es una visión socialdemócrata; que es una visión ilusa; y que es una visión que nos condena a un mundo injusto y falsamente libre. 

Lo primero que debo decir es que esta suerte de socioliberalismo no se puede considerar en modo alguno socialdemócrata. No se trata de una cuestión de purismo sino de no hacer un uso bastardo del lenguaje. En fin, la socialdemocracia, désele la definición que se quiera, solo puede entenderse histórica e ideológicamente como una familia política socialista. Y el socialismo no puede significar sino socialización, en mayor o menor medida, de los medios de producción y de la riqueza. Si tenemos en cuenta que, simplificando mucho, la economía capitalista se puede definir como una economía de mercado donde los medios de producción están en manos privadas, es evidente que la socialdemocracia, como familia política socialista, debe ser forzosamente anticapitalista, ya sea total o parcialmente. Los defensores de la Tercera Vía afirman que estas son ideas desfasadas pero entonces, en rigor, lo que deberían hacer es proclamar sinceramente que abandonan el socialismo y con él la socialdemocracia, y no presentarse como "renovadores" de la misma, porque entre un renovador y un enterrador desde luego hay diferencia. En fin, sería absurdo que el Club de Fans de Elvis Presley estuviese formado por individuos cuyo ídolo fuese Jimi Hendrix, cuyo local estuviese lleno de posters de Jimy Hendrix y que fuesen por la vida vestidos de Jimy Hendrix. Con esos gustos, lo lógico sería que se hiciesen llamar "Club de Fans de Jimy Hendrix". 

Más allá de estas cuestiones de definición ideológica, la Tercera Vía supone además una visión muy ilusa de cómo funciona realmente la sociedad, algo irónico si se tiene en cuenta de que con frecuencia a los socialdemócratas se les calibra su nivel de "realismo" cuanto más próximos están a esta visión política. La Tercera Vía encalla de modo muy natural en los mismos problemas que cualquier otra versión del liberalismo: la libertad liberal, tomada en serio, supone un modelo de libertad de suma cero, donde la libertad que ganan unos se consigue a costa de que los demás pierdan la suya. Imaginemos que estamos a punto de entrar en una discoteca con diez amigos pero solo dejan entrar a tres. Lógicamente, cada uno es libre de entrar, pero en el momento en que hayan entrado tres la puerta se cerrará, con lo cual la libertad de entrar en la discoteca habrá quedado vedada para los demás. De igual manera, en toda sociedad de clases los lugares más altos de la escala social son también los más escasos, a causa de varios mecanismos que no comentaremos aquí pero que son fáciles de imaginar: diferencias en acceso a recursos a la hora de competir, tendencia del poder a centralizarse en pocas manos, etc. Con lo cual, sencillamente, no todo el mundo puede aspirar a ser Bill Gates. Y lo que es más: la inmensa mayoría de los ciudadanos, por muy avispados que sean y por muy bien formados que estén, no podrán jamás llegar a ser Bill Gates. Normalmente, y salvo casos excepcionales, los únicos que llegan a ser Bill Gates son los que, por decirlo de alguna manera, ya pertenecen al mundo de Bill Gates. He dicho que todos los liberalismos encallan aquí; en realidad no es del todo cierto. A los liberales estilo Hayek les basta con afirmar que no importa que no todo el mundo pueda llegar a ser Bill Gates; que lo único que importa es que los procesos que hayan llevado a unos a ser Bill Gates y a otros a ser asalariados mileuristas se deban únicamente a acuerdos contractuales suscritos por individuos adultos y hechos en ausencia de fraude y violencia. Para la Tercera Vía, en cambio, el hecho de que en realidad no todos podamos llegar a ser Bill Gates por más que nos empeñemos y nos esforcemos representa realmente un problema, puesto que acaba con el único resabio de izquierdismo que queda en su discurso, a saber: la idea de que una sociedad de mercado movida por la competición entre individuos ha de asegurar que estos parten, no obstante, de un situación de "igualdad de oportunidades". 

Finalmente, sin embargo, lo peor de la Tercera Vía es que, como cualquier otra forma de liberalismo, nos aboca irremediablemente a una sociedad terriblemente injusta. Para los liberales, la libertad consiste en que el Estado, el monopolio de la violencia, deje en paz a los individuos y se dedique a garantizar simplemente que las transacciones comerciales entre estos se realizan en ausencia de violencia y de fraude. Para la gente normal y corriente, en cambio, la libertad está ligada irremediablemente a tener una existencia material garantizada. Quien depende de su trabajo asalariado para comer, quien tiene por tanto que pedir permiso a su patrón para poder sobrevivir, es irremediablemente un semiesclavo de la voluntad de éste. De hecho, esta idea forma el núcleo de toda la tradición de la filosofía política republicana, esa que nace en Atenas de la mano de pensadores como Aristóteles, llega a la Europa post-medieval gracias a gentes como Maquiavelo y Rousseau y da lugar en la Europa industrial al nacimiento del socialismo de la mano de políticos y pensadores como Marx o Jean Jaurès. Todos ellos compartían la común convicción de que aquel que no tiene garantizada su existencia y, por tanto, depende de un tercer particular para vivir, no es en ningún caso libre. 

Lógicamente, esta robusta idea de libertad solo puede caminar en dos sentidos. O bien consideramos, con Aristóteles, que debemos privar en la medida de lo posible a los pobres de la condición de ciudadanos, en tanto que no son libres; o bien consideramos, como lo hicieron los primeros socialistas, que lo que debemos hacer es precisamente extender la ciudadanía, y con ella el derecho a una existencia material garantizada, a todos los individuos. Si uno opta por esta última visión, entonces no puede más que reclamar una enérgica intervención del Estado que corrija las desigualdades sociales, sea cual sea su origen, por cuanto constituyen una inagotable fuente de dependencia, sumisión y dominación. 

El problema de la Tercera Vía es que precisamente abdica de esa vocación igualitaria del socialismo. En su lugar, plantea que el Estado únicamente debe garantizar una cierta "igualdad de oportunidades" (cifrada normalmente en la educación gratuita y en unos servicios sociales mínimos) y, a partir de aquí, dejar a los individuos sumergidos en el combate social, recogiendo a los más brutalmente perdedores por medio del derecho de pobres. El problema es que por mucho que esté garantizada la "igualdad de oportunidades" (y ya hemos visto, hablando de Bill Gates, que no lo estará, al menos no tal como la presenta la Tercera Vía), ello no significa nada de cara a garantizar que una sociedad es una sociedad justa: un país regido por un dictador escogido al azar entre la población no es un país libre ni igualitario, por más que todos los ciudadanos tenían iguales oportunidades de salir escogidos. Pues bien, mutatits mutandis, a eso nos aboca la Tercera Vía: a una sociedad regida por grandes poderes privados no sometidos a control democrático. Y tanto da, finalmente, que estos se formen en "igualdad de oportunidades" como que, más plausiblemente, no sea así. 

Lógicamente, la Tercera Vía recubre estas carencias con un lenguaje que hace parecer más aceptables sus propuestas. Así, la mercantilización de la vida social, que lleva a la dependencia del trabajador hacia los grandes poderes capitalistas, es presentada como una "devolución" de responsabilidades del Estado hacia la sociedad. Como si el Estado fuese algo independiente o extraño a la sociedad, o como si fuese inherentemente malo que el Estado se hiciese cargo de ciertas funciones hasta entonces desempeñadas por la familia o por los individuos. Lo cierto, sin embargo, es que detrás de esa jerga no se encuentra nada substancialmente distinto a lo que nos ofrece el liberalismo: grandes feudos privados que escapan al control democrático y que ponen en peligro la libertad de todos. Ese y no otro suele ser el resultado de este tipo de "devoluciones" a la sociedad. 

La Tercera Vía pretende "renovar" a la socialdemocracia convirtiéndola en una suerte de liberalismo compasivo, y de hecho consigue mejor lo segundo que lo primero. En realidad, la vía para renovar y reimpulsar el poderío del ideario y la política socialdemócrata es justamente la contraria: no se trata de abandonar el ideario socialista, sino de actualizar sus ideas de siempre y dotarlas de propuestas políticas realistas para el mundo de hoy. Es decir, justo el camino que siguieron los Hayek o los Friedman, los grandes ideólogos de la revolución conservadora de los años 80. Vivieron en un mundo donde hasta la derecha admitía la necesidad de la intervención del Estado en la economía y de la existencia del Estado del Bienestar, y dieron un vuelco a esta manera de pensar dominante no a base de vaciar de contenido al liberalismo sino, muy al contrario, a base de defender un ideario radicalmente liberal, ampliamente basado en las ideas liberales de siempre pero dotado de un nuevo lenguaje, de nuevos argumentos y de nuevas propuestas. 

Creo que es eso, y no la supuesta "renovación" socioliberal, lo que necesita la socialdemocracia: defender las ideas de siempre dotándolas de un discurso y una práctica adaptados al día de hoy. La socialdemocracia debe basar su fuerza en sus propios valores, no en valores ajenos y hostiles. En particular, la izquierda socialdemócrata no puede seguir abdicando de la idea de que un Estado fuerte y poderoso, sometido a control democrático, es la mejor garantía de que los individuos no van a ser presa fácil de grandes imperios privados constituidos al margen del escrutinio de la democracia. No se trata, pues, de garantizar que usted pueda llegar a ser Bill Gates. Se trata de garantizar que ni usted ni nadie van a verse sometidos al poder de Bill Gates, porque el Estado democrático regido por usted y el resto de la ciudadanía no lo va a permitir, es decir, porque van a garantizar que usted tendrá su existencia material garantizada, más allá de los caprichos de los grandes poderes capitalistas. Y porque van a garantizar, por cierto, que estos poderes no llegarán jamás a ser tan fuertes como para disputar con éxito a la comunidad política su inalienable derecho a definir el bien público. Ese, y no otro, debe ser el horizonte de la renovación de la socialdemocracia. Dicho de otro modo: hacia la izquierda, no hacia la derecha. 

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