Mercedes Arancibia
“Si hubiera una Internacional de las Letras habría sido su primer presidente” escribe Hubert Artus, acerca de Jorge Semprún, en el digital Rue 89. “Primo Levi, Elie Wiesel y Jorge Semprún son, para siempre, los tres grandes escritores que vivieron la deportación y la verbalizaron, desvelando el horror del siglo XX así como sus utopías”.
Y pensar en Jorge Semprún, al que únicamente conocí de lejos pero al que seguí durante años con enorme interés (incluso le entrevisté una vez, era septiembre creo, en una Mostra de Valencia), me remite ineludiblemente a París y muy especialmente a la Contrescarpe, creo que también calle pero desde luego plaza, y al café del ángulo donde Yves Montand se entrevista con una mujer muy joven y muy guapa, pienso que en La guerre est finie, estalla una bomba y no sé por qué hay alguien que huye en una bicicleta.
De pronto se me hacen un lío los recuerdos (podría buscar documentación y acabaría encontrando lo que quiero, pero prefiero escribir de sensaciones y sentimientos aunque se desplacen algo de la verdad). Quizá no fuera esa película exactamente, pero desde luego era Montand y era un guión de Semprún y yo era muy joven y estaba enfrentándome -puede que por primera vez- a una realidad totalmente desconocida de gentes con un origen muy similar al mío que, sin embargo, se movían en otros ámbitos, con otras preocupaciones y eso que se llaman ideales; que con la misma burguesía ilustrada de punto de partida ya estaban de vuelta del muchas veces ingrato camino que va de la toma de conciencia al intento de puesta en práctica de la utopía. Quiero decir que, para mi, Semprún, su alter ego Federico Sánchez y el personaje interpretado por Montand, que en realidad formaban un todo, eran grandes, enormes, a la luz de mis primeros veinte años.
Testigo de excepción del exilio español de la guerra civil, la resistencia francesa, el largo viaje que fueron los cinco días entre París y el campo de Buchenwald, la clandestinidad del Partido Comunista en el franquismo, su expulsión por “desviacionista”, Semprún fue siempre un “rojo español” en Francia, nunca escribió otra cosa que su autobiografía, siempre en francés (una lengua que era una opción), siempre traduciéndose a sí mismo, siempre resistente, deportado, clandestino, siempre escritor y casi al final ministro, nacido en Madrid y muerto en París (me moriré en Paris, una tarde … , César Vallejo), el hombre de las dos lenguas y múltiples vidas, el español extranjero, como le define el pintor Eduardo Arroyo, que se ha marchado ahora, a los 87 años, dejando una obra importante sobre los desgarros políticos del siglo XX, tanto en la literatura como en el cine.
De su madre, muerta cuando él tenia nueve años, guardaba la imagen de una mujer que esgrimía una bandera republicana en el balcón, en 1931, el día que abdicó el rey. Su padre, abogado y diplomático republicano que sería siempre un “ejemplo moral”, optó por el exilio para permanecer fiel a sus ideas.
A la salida del campo, en 1945, Jorge Semprún eligió “la amnesia para sobrevivir”; no rompió el silencio hasta casi veinte años más tarde, en 1963, con la novela El largo viaje; en 1994 volvió a recuperar los recuerdos de aquella experiencia dolorosa en La escritura o la vida; y los avatares de su militancia en los guiones de Z y La confesión (la dictadura de los coroneles griegos y los procesos estalinistas). El trío Semprún, Costa Gravas, Montand fue un modelo de coherencia para quienes crecimos ideológicamente en los 60/70. “Toda una aristocracia cultural de la izquierda antifascista que un día, como Perdican (personaje de On ne badine pas avec l'amour, de Musset) pudo revisitar su pasado y gritar: he vivido”, leo en una necrológica en Libèration.
“Están la amnistía y la amnesia. La amnistía, es evidente, pasa por la ley pero la amnesia no se legisla”, leo en una entrevista que le hizo en enero pasado Pierre Haski, fundador de Rue 89. “No se puede decir está prohibido recordar los trastornos del pasado...Eso duró demasiado en España y es señal de buena salud democrática que hoy podamos permitirnos el lujo de volver a encontrar la memoria. No hay que recordar solamente a las víctimas del franquismo, hay que recordar también a las víctimas de la República... y a las víctimas del estalinismo. El proceso de la memoria es profundo, no hay un equilibrio que pueda encontrarse de una vez por todas. Lo importante es que esté en marcha”.
En el digital francés Mediapart encuentro un vídeo de la que, con toda probabilidad, fue su última entrevista (o al menos una de las últimas), y me llega su voz profunda y esta vez cansada, seguramente por la enfermedad que le acosaba desde hacía meses: “Yo sé que es importante que los protagonistas demos testimonio, para dejar constancia. Decir yo estaba allí, yo lo vi, tiene mucha fuerza... Pero, al mismo tiempo, deseo que los escritores, y otros artistas que no tienen ya la experiencia directa, se apropien de esa memoria, de nuestra memoria, se inspiren y reconstruyan aquella atmósfera”.
Nació con una flor en el culo. Se lo dijo un día una amiga madrileña de la clandestinidad, pero él también lo pensaba, había sorteado todos los obstáculos. “Creo realmente que es la historia la que se mete en nosotros y nos obliga a ser históricos”. Una pirueta y adiós. Federico Sánchez. Y el Semprún ministro de cultura que contempla al militante que fue desde unas convicciones pasadas por el poder. Sin nostalgia pero con la certeza del tiempo, que no perdona, del cambio de época: “Hoy -le decía a Haski- haríamos una película sobre una pareja de 25 años, apolítica...”.
Creo que le habría gustado ver a nuestros hijos acampados en las plazas y quizá le habría estimulado a cambiar el argumento de la película.
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