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EL REY QUE TENÍA UN REBAÑO DE ELEFANTES


Tras pasar múltiples controles, el lujoso automóvil con matrícula del cuerpo diplomático y la bandera de Nicaragua en una de sus aletas se detuvo ante la entrada principal del palacio de La Zarzuela. El acompañante del chófer descendió y abrió la portezuela trasera derecha. Rubén Darío bajó del automóvil y se aproximó a la entrada del palacio. Le sorprendió que no le esperara una legión de fotógrafos, y aun se sorprendió más cuando se le acercó una pareja de individuos, vestidos elegantemente de paisano, que se dirigieron a él con una cortesía reglamentaria.

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©Moncho Alpuente y Octavio Colis
- Lo sentimos mucho, Excelencia, pero tiene usted que acompañarnos. Se ha cambiado la puerta de entrada, debido a las obras de remodelación.
El señor embajador volvió a sentirse sorprendido, pero lo aceptó. España estaba cambiando mucho en pocos días, según decían. Escoltado por sus dos acompañantes, recorrió diversos pasillos hasta llegar ante una puerta cerrada flanqueada por otra pareja de individuos que vestían idéntica indumentaria. Abrieron la puerta y frente a él, en posición firme, vestido de paisano, le esperaba el rey de España, que le mostró también la cortesía reglamentaria. Rubén Darío sólo le había visto en persona el día de su presentación de credenciales, pero le conocía de sobras por sus múltiples retratos, si bien en ellos siempre aparecía vestido con los más variados uniformes, en los que apenas cabían las medallas.
- Tenía muchas ganas de conocerte, Rubén. Me perdonarás que te tutee, como hago siempre con mis súbditos. Es una prueba de la campechanía que heredé de mi abuelo, pero contigo es una demostración del afecto y la admiración que te tengo.
- Os lo agradezco mucho, Excelencia, en nombre de mi país.
- Siempre he sentido una gran admiración por tu poesía postmoderna.
- Siento corregiros, Excelencia, pero no es exactamente así.
- Bueno, el caso es que es moderna, que es lo que a mí me va.
El señor embajador calló discretamente, y el rey de España, tras tomar el aliento, prosiguió:
- Verás: te he hecho venir de forma discreta porque ésta es una reunión muy delicada y no quiero que trascienda. Ya sabes cómo son éstos de la prensa. El asunto es que quiero tirarte de las orejas por las cosas de las que me he enterado que estás escribiendo sobre mí.
- ¿Qué estoy escribiendo, Excelencia?
Juan Carlos I le pasó la mano por encima del hombro y le acompañó hasta sendas butacas, en las que ambos se sentaron. Rubén Darío, expectante, se acomodó en la que le había tocado, y el rey se sentó a cierta distancia, mientras consultaba su reloj de pulsera.
-Vayamos al grano, porque tengo poco tiempo. Ya sabes cómo son los asuntos de Estado. Ha llegado a mis oídos, y también a mis manos, una poesía tuya llena de mentiras sobre mí.
- ¿Una poesía de mentiras?
- Mira: te leo lo que me han pasado. “Érase un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha del día y un rebaño de elefantes”. ¿Qué te parece?
- Me parece una bella descripción, puramente literaria, característica de mi estilo modernista.
- Pues no, señor. Es una sarta de mentiras o de exageraciones. En primer lugar, yo no tengo un palacio de diamantes. Puedo admitir que sea una … una… una metáfora. Pero eso es sólo un proyecto, aunque tengo que reconocer que todo se andará.
El poeta modernista recorrió la estancia con la mirada y constató que ni las paredes, ni el techo ni el mobiliario eran efectivamente de diamantes. Pero el rey, que según decían, tenía una gran visión del futuro, pudiera tener razón en su día, si es que sus súbditos le dejaban.
Juan Carlos I prosiguió:
- Yo no sé qué quieres decir con eso de la tienda hecha del día. Aquí la única tienda que hemos instalado era la jaima que montamos para tener contento a Gadafi cuando vino a visitarnos. Era la época en que era un gran jefe de Estado, y muy bueno con nosotros. Por eso quisimos agradecérselo, pero no era una tienda para el día, sino para la noche en sus juergas nocturnas. No sé lo que piensas, pero yo soy muy comprensivo con todo eso, siempre que sea en la intimidad. Como hay que ser. ¿O no es así?
El tantas veces postulado premio Nóbel consideró la forma en que había sido recibido, y reconoció para sí mismo el gran valor que el rey de España otorgaba a la intimidad.
Su Majestad lanzó su tercer argumento:
- Y ahora viene lo del rebaño de elefantes. ¿No te parece una exageración? Yo no tengo aquí ningún rebaño de elefantes. Pero también todo se andará. Quería iniciar la colección, y he matado un elefante sin querer, porque sólo quería herirle. Si conoces mi historia sabrás que a veces yerro el tiro.
Rubén Darío sonrió para sus adentros. Al rey de España se le había escapado que aquello podía ser una metáfora, y que lo del rebaño podría muy bien referirse a todo el entorno del monarca y de sus sucesivos gobiernos.
La conversación le estaba aburriendo. La tarde iba languideciendo y desde su butaca, contemplando a través del amplio ventanal cómo se iban alargando las sombras de los seres y las cosas, imaginaba un jardín poblado de pavos reales y de cisnes, de dalias, de crisantemos, de nelumbos y de lotos que corrigiesen la mediocridad de aquel ambiente.
Su majestad abordó el último tirón de orejas:
- Y ahora viene lo más gordo. No te permito que te metas con mi familia, que es la familia real.
- ¿Y qué tiene que ver la familia real con mi poema?
- Pero ¿tú te crees que la policía es tonta? Aquí hablas de una gentil princesita. Míralo, aquí está bien escrito. Y, por lo que viene después, eso sólo puede referirse a mi hija, la infanta Cristina.
Rubén Darío le miraba con cierta compasión, cada vez más lejos de la insensatez, y más cerca de los pavos reales, los cisnes, los nelumbos y las dalias que aquel jardín echaba de menos.
-Porque ahora resulta que mi hija, y aquí lo pone muy clarito, se había encaprichado de una estrella con la que quería decorar un prendedor, una perla y no sé qué más.
- ¿Y eso es algo malo?
- No te hagas el inocente. Porque, por lo que dices, se deduce que todo eso lo roba y que, por lo tanto, es una ladrona. Te lo repito: aquí lo pone bien clarito. Te leo: “Y el papá dice enojado: un castigo has de tener. Vuelve al cielo, y lo robado, vas ahora a devolver”. Está más que claro: el papá soy yo, y la gentil princesita es nada menos que la infanta Cristina. Así que no te escudes en las famosas … meta… metáforas. Estás insinuando que mi hija es una ladrona. Sólo falta que metas en esto también a mi yerno.
El tantas veces postulado premio Nobel y el actual rey de España se contemplaron largamente en silencio. En cada uno había un pensamiento difuso. Rubén Darío pensaba que quizá en su oficio había una vertiente ignorada de futurólogo. En la cabeza del rey sólo cabía un pensamiento: había afirmado que el futuro de los jóvenes españoles le quitaba el sueño; pero lo que le quitaba el sueño era el futuro de dos únicos (relativamente) jóvenes: su hija y su yerno: y, quizá, también, su propio futuro.
Algo habría que hacer. Para eso era el rey de España…

Antonio Gallifa. Economista.


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