domingo, 23 de septiembre de 2012

EUROPA: UN MERCADILLO DONDE EL CAPO IMPONE LAS REGLAS.


Cuando en 1957 pretendieron unificar en una sola unidad lo que durante siglos en Europa había sido un conjunto de naciones enfrentadas entre sí, elaboraron una nebulosa en la que, si durante varias décadas se trató de superar las disparidades que existían entre ellas, cuando se intentó darle consistencia estableciendo una moneda única, en el celaje no se advirtió que un medio de intercambio, que de común sólo tenía que vinculaba y obligaba a todas ellas de una manera férrea, no era la mejor forma de conformar una unidad en la que las diferencias estructurales no habían sido tenidas en cuenta. Si entendemos que una unidad debe ser lo que como parte unívoca del conjunto se requiere para lograr un todo, es imposible mantener un acumulado en el que cada una de sus partes siga teniendo una constitución y una identidad en las que se alimenten las diferencias que han de llevar a la confrontación. Y esto no lo estoy diciendo porque crea que en aras de un necesario entendimiento tengamos que renunciar a lo que hubieran de ser nuestras propias raíces. Lo digo porque más allá de la buena voluntad con la que se quiera establecer este proyecto están los intereses individualizados que cada una de las partes implicadas invoca.
Observando lo que ha acaecido en esta yuxtapuesta que no real unión, si armonizamos en un valor de 100 los precios entre los años 1999 y 2008, en Alemania, éstos se incrementaron (a tenor de la relación existente entre este incremento y el de la totalidad de los bienes producidos) en un 17,42%. En España llegaron al 34,28%. En Grecia al 35,55% y en Irlanda al 35,72%. En este contexto, una moneda que en todos los lugares de esta unión debería mantener el mismo poder adquisitivo, a tenor de la diferencia de productividad que ha concurrido entre sus partes y el incremento relativo de los precios con respecto a lo que se produjo, ha generado una disfunción que si anteriormente podía subsanarse con el parche de una devaluación, con la instauración de una moneda única es imposible corregirla.
Si nos preguntamos por las razones que han llevado a Alemania y a Francia (entre otras economías de menor representatividad) a aplicar la política económica que está arruinando a este continente, no es necesario recurrir a la famosa bola de cristal. Como consecuencia de las ventajas de una disparidad en la productividad que manifiestamente beneficia a estos países, a los mismos no sólo les interesa una continuidad del euro que asegure sus inversiones en el resto de la Unión y que en el ámbito de las exportaciones les permitan mantener unas diferencias relativas con respecto al resto de sus miembros. Consideran que es preciso rescatar a la banca para hacer posible la continuidad de flujo económico. Y para ello se necesita rescatar a aquellos países que por su menor productividad relativa y en la ausencia de una imposibilidad de devaluar su moneda han tenido que incurrir en un incremento de su déficit. Lo que ocurre es que debido a la desestabilización que en los países menos desarrollados ha generado la ingeniería financiera, la fuga de capitales que está emigrando hacia los mercados que han establecido estos rescates les está proporcionando una financiación (en contraposición a la prima de riesgo que tienen que afrontar los periféricos) completamente gratis. Una financiación que, al asegurar el reembolso de sus inversiones a través de una artería que ha de incidir sobre la evolución de las economías de los países endeudados, ha de ser calificada como propia de unos usureros.
Sabemos que con independencia de las consecuencias que en los países menos desarrollados ha producido la incalificable ingeniería financiera auspiciada por la banca, los activos tóxicos que los bancos de los países europeos adquirieron (Alemania y Francia en el exterior y España en su propio mercado) llevaron a estos pueblos -a través de la devaluación de sus activos bancarios- a una situación insostenible. En este contexto podríamos contemplar como subjetivamente racional que los países del norte de Europa hayan pretendido resolver sus problemas recurriendo a las ventajas que anteriormente han sido mencionadas. Lo que no me parece razonable es que a aquellos miembros de la Unión que como consecuencia de esta ingeniería están pendiendo en el abismo se les utilice como colaboradores necesarios en la resolución de los problemas que aquejan a los países más industrializados.
Sabemos que a tenor de lo que ha sido mencionado se ha producido una reducción drástica del crédito que sólo puede superarse rescatando a aquellos países que por su menor productividad relativa y en la ausencia de una imposibilidad de devaluar su moneda han tenido que incurrir en un incremento de su déficit. Lo que ocurre es que con esta medida no es posible superar las disfunciones estructurales, culturales y lingüísticas que están separándonos. Aquí no vale la aserción (como dicen algunos sesudos economistas) de que para llegar a unificar a Europa es necesario consolidar una política fiscal común. Es preciso ir mucho más allá. Es necesario equiparar la rentabilidad relativa en el proceso productivo entre los miembros que componen este espacio común. Alemania lo consiguió unificando aquello que cultural y lingüísticamente había formado parte de su todo. En una comunidad de vecinos que se aferran a sus banderitas, esta unión no es ni siquiera una utopía. Para lograr el proyecto que aquellos soñadores pretendieron en los años cincuenta es totalmente necesario alcanzar una unidad en la cual podamos encontrarnos y entendernos. Y esa unidad tendrá que ser aquélla en la que, estando todos, ni nos hayamos excluido ni hayamos excluido a otros.
Una vez contemplado que la única providencia que se ha sabido implementar es la de obligar a las economías menos desarrolladas a reducir su capacidad de adquisición a un nivel vegetativo -en la infundada confianza de que con ello harán posible el pago de su deuda- y a que a través de esta disposición se produzca una disminución de los salarios que las hagan más competitivas, hemos de preguntarnos si una comunidad de esta naturaleza es lo que pretendieron conformar aquellos soñadores que firmaron el Tratado de Roma. ¿Es justo, es moral, es decente y además es racional que, para solventar lo que no es dable conseguir con una devaluación, millones de miembros de esta Unión estén sumidos en una inmoral y real indigencia?
Es hora de tomar decisiones y pedir responsabilidades. Decisiones que nos permitan desembarazarnos de los condicionamientos que nos mantienen encerrados en este círculo infernal. Responsabilidades a una ingeniería financiera que debería ser conducida ante un tribunal internacional de justicia. Un tribunal en el que se auditaran los expolios y ruinas que estos indeseables ocasionaron y siguen provocando.
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