Mercedes Arancibia || Periodista.
Donde casi se acaba el mundo y da la vuelta el aire, en la región del Tibet, en la cordillera del Himalaya entre India y China existe un pequeño país montañoso llamado Bután, del que jamás se ocupa la entelequia conocida como “comunidad internacional (que, dependiendo desde donde se nombre, son unos países u otros). Bután, que significa “Tierra del dragón de truenos” según Wikipedia, y que algunas guías turísticas llaman “el último Shagri-La”, independiente de India desde 1949 y con un censo entre 800.000 y dos millones de habitantes (que son los declarados oficialmente por temor a que no les admitieran en la ONU), es una monarquía parlamentaria desde 2008, cuando ganó la primeras elecciones democráticas el Partido para el Bienestar de Bután de un tal Jogmi Thinley, presidida por el monarca Jigme Khesar Namgyel. La población se concentra en las ciudades y los valles cultivables, y desde 2004 está prohibido fumar en todo el reino. Bután tiene una campeona mundial de tiro con arco (el deporte nacional), un disck-jockey que ha convertido al funky a la juventud del país desde su discoteca de Timbú, la capital, y un índice de Felicidad Interna Bruta ( Gross National Happiness, FNB, definición acuñada por el rey) que cuantifica la satisfacción ciudadana en cada momento y sustituye a nuestro PIB. En Bután, acorde con la filosofía budista, creencia de la práctica totalidad de los habitantes, la FNB se mide a partir del bienestar psicológico, salud, educación, buen gobierno, vitalidad de la comunidad y diversidad ecológica. La butanesa es todavía una sociedad matriarcal, incluso algunas mujeres practican la poliandria.
Pues bien, a pesar de todo lo anterior, a pesar de estar considerado uno de los últimos paraísos terrestres, a pesar de tener la felicidad como principal objetivo del Estado y el gobierno, el 68% de la población de Bután ha declarado en un sondeo que “no se considera feliz”.
¿Qué decir entonces del resto, hasta siete mil millones, de habitantes del planeta? Nadie se preocupa no ya de que sean felices, ni siquiera de que se respeten sus derechos fundamentales. Millones de personas a las que se les están negando parcelas fundamentales de la existencia, discriminadas a causa de su raza, color, sexo, género, religión, idioma, opinión política, origen nacional o social…Millones de seres humanos reducidos a la esclavitud o la servidumbre, víctimas de tratos degradantes, torturados, detenidos arbitrariamente, condenados a penas injustas e incluso sentenciados a muerte… Millones de prójimos privados de libertad de conciencia, de libertad de movimientos, de opción política, de opinión y expresión, excluidos del reparto de las riquezas de la tierra. Millones a quienes se les niegan los Derechos Humanos.
Y, sin embargo, la Declaración de esos derechos, todo lo solemne que requería la ocasión, cumple 63 años el 10 de diciembre de 2011. Aquel día de 1948, a los representantes de los países –la mayoría de los cuales acababa de dejar atrás una guerra cruel como todas-, les dio el impulso que necesitaban un famoso slogan de la época, “Nunca más”, emblema del rechazo al horror y la barbarie, Consigna para hombres de buena voluntad.
Tenemos, como escribía hace algunos años Pierre Haski en el diario digital Rue89, “la suerte de contar todavía con un testigo de la elaboración y aprobación de la Declaración Universal de 1948 en la persona de Stéphane Hessel”, hoy casi 95 años, personaje de dimensiones míticas, autor del best-seller “¡Indígnaos!”, resistente torturado por la Gestapo, diplomático comprometido en la construcción del mundo multilateral de la posguerra, militante socialista siempre, quien en un libro de entrevistas con el periodista Jean-Michel Helvig (“Ciudadanos sin fronteras”, 2008, Fayard) cuenta que en principio la Declaración era la de los vencedores de la guerra y que hubo un debate sobre la palabra “universal”. Hessel reconoce la falta de propiedad entonces no solo de las palabras, sino incluso de las intenciones, “porque estaba saliendo una Declaración del mundo occidental y blanco”, a imagen de los 56 países de la recién creada ONU, y recuerda el debate con los países comunistas, encabezados por la URSS, que querían destacar más los derechos económicos y sociales que los civiles y políticos: “Nos temíamos el voto negativo de los países comunistas, pero también de los árabes… que tenían dificultades para aceptar la igualdad de derechos de hombres y mujeres”. Resultado: en la votación se abstuvieron Sudáfrica, Arabia Saudí, Polonia Checoeslovaquia, URSS y Yugoslavia. Honduras y Yemen no estuvieron presentes. Así pues, derechos relativamente universales que inmediatamente después chocaron con la realidad de la guerra fría de los bloques antagónicos y “la hipocresía general de los Estados firmantes, aunque la sinceridad de quienes la redactaron estaba fuera de toda duda”. Propiciada por Eleonor Rossevelt, la viuda del trigésimo segundo presidente de Estados Unidos, la DUDH (Declaración Universal de los Derechos Humanos) se compone de un preámbulo y treinta artículos que recogen derechos de carácter civil, político, social, económico y cultural, que corresponden a todos y cada uno de los habitantes del planeta Tierra.
Ahora, el 63 aniversario de la Declaración coincide con el estallido de la primavera árabe -que ha remontado el verano y el otoño y se acerca descaradamente al invierno con Siria en el objetivo- y los cientos de víctimas que la represión ha causado en Túnez, Egipto, Yemen y Libia; coincide con los últimos (?) coletazos de las “injerencias humanitarias” en Afganistán e Irak, con los “daños colaterales” de las últimas semanas en Pakistán y Libia… con los crímenes contra la humanidad en las campañas electorales en Costa de Marfil y Congo, con las inacabables ocupaciones de territorio palestino por Israel, con las amenazas de Irán, la forma en que el régimen chino o la Junta Birmana se burlan de los más elementales derechos de sus ciudadanos…Un balance poco brillante, bastante penoso de más de sesenta años de reivindicación de los derechos universales: “por una parte formidables progresos con la emancipación del mundo colonial, la construcción de un código internacional de reglas y normas, la emergencia de una sociedad civil; y por otra, violaciones masivas de derechos individuales y colectivos e incluso la reaparición del genocidio…Lo que hoy se contesta no son los principios universales sino la organización del mundo, tal y como ha funcionado hasta ahora”. Vistas así las cosas no parece que éste sea un buen momento para reivindicar la felicidad, como si todos fuéramos ciudadanos butaneses. Y, sin embargo, también tenemos derecho a esa felicidad.
Sabemos poco sobre los excluidos, dice Sandra Russo, en un artículo en el diario argentino Página 12. “Todo el aparato de mensajes que recibimos y retroalimentamos desde el lado de adentro de la sociedad nos habla de sujetos parecidos a nosotros, de los que, dicho rápidamente, si han tenido hambre fue porque hacían dieta. Los hambrientos no son invitados a la televisión ni protagonizan ninguna publicidad de ningún producto. No compran productos… En todo el mundo hoy se escuchan voces jóvenes que gritan, porque los jóvenes son el nuevo corte de exclusión de nuestro tiempo. La ortodoxia económica hace que estalle una generación en diferentes lenguas y latitudes, idiosincrasias y creencias políticas: el grito joven que se escucha en el mundo es un grito contra la exclusión”. Es un grito que reivindica derechos, no es un capricho.
Antes de poner punto final, y porque me escuece particularmente , dos palabras sobre la libertad de información y expresión, imprescindible pilar de la democracia: en contra de lo que puede creer mucha gente, y de lo que parecen indicar a veces reivindicaciones de tinte un tanto corporativista, la libertad de información no es solo la libertad de los periodistas (y también blogueros) de contar la verdad y expresarla sin censura ni autocensura en cualquier soporte que se preste a transmitirla (papel, digital, radio, tv…), sino sobre todo la libertad de los ciudadanos a estar informados. Y mientras la libertad de expresión no se considere un derecho social, y se reivindique como tal, desde ese lado d el barrera, serán los periodistas quienes sigan pagando los platos rotos de la falta de garantías en regímenes autoritarios, dictatoriales y tiránicos: copiando las cifras facilitadas por Reporteros sin Fronteras, en 2011, en todo el mundo han matado a 61 periodistas y 3 colaboradores, y han encarcelado a 170 periodistas , 9 colaboradores y 123 ciberdisidentes.
Llegados a este punto, lo que sí podemos asegurar es que durante siglos fue imposible siquiera pensar que algún día, en algún lugar, alguien redactaría una carta de derechos que “pudiera incluir a los esclavos, a las mujeres, a los pobres, a los locos, a los enfermos, a los huérfanos, a los niños, a los pobres, a todos los pueblos”. Una carta aceptada hoy casi universalmente, cuyo primer punto dice que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”· Ocurrió el 10 de diciembre de 1948.
Como escribe Haski, “desde entonces no hemos encontrado nada mejor”.
Incluso el idílico Reino de Bhután no respeta los DDHH de sus habitantes... desde los años 90 hay mas de 100.000 refugiados bhutaneses de origen nepalí malviviendo en el este de Nepal, sin poder regresar a su hogar. ¿para cuándo la felicidad, incluso, dentro del país de la felicidad?
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