Me crie en uno de los barrios
mineros de Puertollano. Eran frecuentes las detenciones de padres de familia
cuyo único delito era estar afiliado al PCE o ser activista de UGT o CCOO. Cuando
la policía se llevaba detenido a un minero se instalaba en el vecindario una
sensación inicial de impotencia que daba paso a la solidaridad con la familia desposeída
de sus ingresos. Los niños éramos bálsamo para los hijos del detenido y solo
los juegos compartidos diluían la cortina húmeda en los ojos de quienes eran
privados del padre.
Crecí, poquito todo hay que decirlo,
en un barrio de héroes anónimos y de ellos aprendí que los derechos laborales
son una cosa seria. Mi padre, enlace sindical en una empresa de construcción, marcó
definitivamente un rumbo al que parecía predestinado: ser sindicalista.
El tránsito a la adolescencia me
aportó nuevos maestros. Pedro Ruiz, García Cañuelo, Manuel Caballero, Pilar
Sierra, El “Tole”…, los entonces imberbes Fulgencio Ruiz, Jesús Camacho, Nierfa
marcaron mi vida para siempre y me aportaron la seriedad y el rigor de quienes
eran portadores de la responsabilidad más grande que conozco: defender los
derechos de los trabajadores.
Tengo grabados en la memoria
momentos de la lucha de los mineros ante el cierre de las minas o de sus huelgas
por mejoras salariales. La cara seria, el gesto adusto con que marchaban hacia
el centro de Puertollano contrasta con el ambiente “fiestero” que imponen ahora
ciertos sindicalistas a sus huelgas. El minero marchaba a cara descubierta,
orgulloso de serlo, mostrando a todo el mundo que su causa era justa. Nunca vi
un minero escondido tras un pasamontañas o un pañuelo palestino.
El sindicalista solo tenía un
arma, la palabra, y con argumentos convencía a los compañeros reticentes que
dudaban entre las mejoras futuras y la perdida de salario por hacer huelga. Nunca
se ejerció presión o insultos sobre quienes no secundaban la huelga. Sabíamos que
la necesidad obligaba a muchos trabajadores a optar por trabajar, por ello
nunca fueron enemigos nuestros, muy al contrario, eran los primeros a proteger.
Así exigimos el derecho del trabajador a ser informado por su sindicato en una convocatoria
de huelga, para que pudiera decidir libremente si participaba o no. Con apenas
20 años, megáfono en mano y subido a un bidón pare más de una vez el montaje en
repsOL hasta conseguir las mejoras salariales
reivindicadas.
En esa escuela me eduqué y en
ella sigo. Por ello me inunda la desesperanza cuando me llegan las noticias
sobre el conflicto de Silicio Solar. La huelga de ayer fue un éxito y cabe
felicitar a sus auténticos protagonistas: los trabajadores. Ni unos ni otros,
ni la empresa con sus provocaciones, ni los exaltados que los amenazaron e
insultaron deben empañar esta jornada exitosa que pronto dará sus frutos.
Ayer entraron en escena, con la
pasividad de la policía, las peores pasiones. Un reducido número de exaltados
prendieron barricadas con neumáticos, impidieron el paso al autobús que
transportaba a los trabajadores, insultaron y amenazaron a quienes caminaban a
pie e intentaron coaccionar a los otros huelguistas que no participaban de sus
excesos. La situación pudo desembocar en tragedia si el fuerte viento prende el
pastizal próximo, o alguno de los rodamientos metálicos arrojados a la hoguera
hiere a alguien al estallar. La empresa también ayudó a que el ambiente se
caldeara cerrando con verja metálica los accesos, grabando videos desde las
terrazas o mandando a trabajadores ucranianos a grabar con sus móviles en los
corros de los huelguistas. Me consta que en la comisaría de policía se
presentaron ayer decenas de denuncias contra la actitud agresiva de estos
exaltados. Ni siquiera los servicios mínimos, según informa la empresa,
pudieron acceder al puesto de trabajo obligando a varios trabajadores a una
jornada de 16 horas ininterrumpidas.
No voy a hacer protagonistas del
éxito de ayer a estos elementos. Nada puede empañar lo que los trabajadores se
han ganado a pulso con su coraje y su seriedad: que la empresa mueva pieza y
convoque con urgencia un encuentro que permita reconducir la situación. Pero no
puedo obviar que a una huelga no se va de botellón, pervirtiendo así un derecho
constitucional que la derecha desea recortar. Ningún sindicalista de mi
generación actuaría con tanta torpeza. Los derechos laborales y el alcohol no
son compatibles, como tampoco lo son los pasamontañas con las libertades.
Tras el éxito de la huelga
circuló el rumor de que la empresa proponía un encuentro urgente en el que
hacer una propuesta que mejoraría notablemente lo ofertado en el ERTE. Conocida
la noticia se destapó la belicosidad de
los exaltados que amenazaban a los delegados de CCOO, UGT y CTI si se sentaban
a negociar con la empresa. Sus argumentos estaban cargados de rigor: ¡hay que
echar a todos los ucranianos de Puertollano! ¡esta empresa tiene que cerrar!
Me pregunto si estos individuos
trabajan en Silicio Solar, o si trabajan en algún sitio. Quienes son ellos para
decidir lo que le conviene al millar de trabajadores que integra esta empresa. Acaso
se han preguntado cómo van a vivir cientos de familias que tienen en Silicio
Solar su única fuente de ingresos. Puede que a ellos, si trabajan en Silicio Solar,
no les sea necesario conservar el empleo, pero a cientos de personas les
resulta vital conservarlo y es a ellos a quienes hay que respetar. Igual respeto
me merecen las decenas de PYMES de Puertollano que dependen prioritariamente de
Silicio Solar.
Es imprescindible que las partes
se reúnan y se sienten a negociar. Si los contactos no se han producido habría
que establecerlos de inmediato y, por el bien general, no deberían sentarse en la
mesa quienes no vayan con voluntad de alcanzar acuerdos. Quienes excluyen la
negociación de la práctica sindical deben ser puestos en el lugar que les
corresponde.
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