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CONSTITUCION ESPAÑOLA, LA GRAN AUSENTE Y NECESITADA DE REFORMAS.


Parece que fue ayer cuando la aprobamos en referéndum pero nuestra Constitución cumple 34 años. Ya tiene más años que Cristo y sin embargo es la gran desconocida. Solo se habla de ella cuando a cualquiera de los grandes partidos interesa reformarla para, desde su sacrosanto nombre, seguir pisoteando los derechos que en ella se recogen.
Ejemplar de la Constitución española
Dice la Constitución en su artículo 1.1 que España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Bonitas palabras cargadas del buenísmo imperante en los primeros años de la transición que el paso de los años ha ido difuminando hasta convertirlas en recuerdo o en lo que pudo haber sido y no fue. Va más allá nuestra carta magna y en su artículo 1.2 afirma que la soberanía nacional reside en el pueblo, del que emanan los poderes del Estado.
No se vosotros, pero yo no dejo de preguntarme en que pueblo piensan nuestros gobernantes cuando toman decisiones sin consultarnos y normalmente contra los intereses de la mayoría. Puede que el pueblo soberano al que dicen representar es el definido por el artículo 6, el organizado en partidos políticos como expresión del pluralismo político y como instrumentos para la participación política. Claro, que si fuera así olvidarían un pequeño detalle, que la suma de todos los partidos políticos apenas alcanza en afiliación al millón y medio de ciudadanos, y de estos apenas participan regularmente unos pocos miles. Esto es así porque las cúpulas y los aparatos a su servicio han hecho ímprobos esfuerzos para convencernos de que deleguemos en ellos sin reservas. Nos llaman a rebato cada cuatro años y acudimos ansiosos a depositar una papeleta en las urnas que es realidad un cheque en blanco con el que nos sangran en derechos y en recursos. Ellos y nosotros hemos olvidado que el artículo 9.2 de la Constitución establece que corresponde a los poderes públicos, nosotros según lo recogido en los artículos 1.1 y 1.2, promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivos; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.
La misma sorpresa que percibo al releer su Título Preliminar me asalta al repasar su Título VII y descubrir que literalmente, la Constitución establece que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. Sí, no estáis soñando, literalmente es esto lo que dice en su artículo 128.1. Claro que mí enfado crece al comprobar que el articulo 128.2 reconoce la iniciativa pública en la actividad económica y que mediante Ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio –os suenan los monopolios de eléctricas, petroleras, distribución alimentaria- y asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exija el interés general. ¡Pues ya estáis tardando señores del gobierno porque España no está para bromas con los índices de paro y pobreza creciendo a diario!
No se queda aquí la Constitución y en sus artículos 131.1 y 131.2 afirma que el Estado, mediante Ley, podrá planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución. El gobierno elaborará los proyectos de planificación de acuerdo con las previsiones que le sean suministradas por las comunidades autónomas y el asesoramiento y colaboración de los sindicatos y otras organizaciones. Ante esto cabe preguntarse si nuestros diputados conocen la Constitución, porque las opciones son solo dos: no la conocen y deberíamos renovarlos por manifiestamente incapaces; si la conocen y la incumplen y deberíamos encarcelarlos por delitos continuados contra ella.
Realmente, la Constitución solo aparece en el debate público cuando se plantea la necesidad de renovarla. Eso cuando la renovación no se hace con nocturnidad y alevosía. Ya en el discurso de investidura del presidente Zapatero se planteó la necesidad de abordar al menos algunas reformas constitucionales. En primer lugar, la referida a la sucesión en nuestra Monarquía Parlamentaria, a fin de evitar la discriminación por sexo existente en el texto legal. En segundo, la referida a la función del Senado, para que la Alta Cámara tenga el sentido que la propia Constitución le asigna, que no es otro que el de servir de Cámara de representación territorial en España. Ninguna de esas dos reformas se llevó a cabo; fundamentalmente, por el clima de profundo desencuentro entre PP y PSOE.
Es evidente que hay que caminar en la dirección de la reforma constitucional buscando el mismo grado de consenso político que hizo posible su redacción. Nada hay que nos impida caminar por la senda reformista en lo que cabe a nuestra Constitución. La inmensa mayoría de los españoles estamos de acuerdo en la reforma relativa a la sucesión en la Corona. Los partidos no tienen otra función que la de representar y defender nuestros intereses, por tanto deberían tomar nota del consenso social y recuperar el consenso político que inspiró su redacción. Y todos, estimo, deberíamos con generosidad comenzar a pensar seriamente en la obligatoria reforma del Título VIII, el referido a la organización territorial del Estado. El Estado de las Autonomías ha sido un éxito de nuestra España constitucional, sí, pero también ha creado disfunciones, tensiones políticas y económicas y hoy, 34 años después del pacto constituyente que hizo posible la transición política en España y nuestra actual Carta Magna, bien merece una atenta lectura de cara a que el Senado cumpla su función constitucional de cámara de representación territorial. Es preciso establecer una clara definición de los poderes y atribuciones de la Administración Central del Estado y de las Comunidades Autónomas que lo constituyen de cara al único marco posible de convivencia futura: el Estado Federal.
Por otro lado, habría que avanzar en la línea de aumentar, sin alharacas ni aspavientos, la laicidad del Estado. Es evidente que también esto tendría que tener su reflejo en los actos oficiales. Puesto que el Estado debe representar a todos los españoles nadie debe sentirse herido y confundir laicidad con exclusión de parte. Sin duda, habría que reformar asimismo nuestro sistema electoral. El actual prima a los partidos que se presentan en todo el territorio nacional y a los nacionalistas, castigando a los demás y convirtiendo a las opciones nacionalistas en permanentes bisagras parlamentarias.
De cara a la construcción progresiva de nuestra modernidad democrática, cabe caminar hacia la consolidación, de una vez por todas, de la democracia interna de los partidos políticos. Éstos deberían orientarse hacia un funcionamiento por medio de listas abiertas en lo referente a la elección de sus candidatos a las Cámaras representativas españolas. Con nuestro actual sistema, al final no es el Parlamento el que controla la acción del Gobierno, sino el Gobierno quien controla la mayoría parlamentaria correspondiente, asunto no menor, al que hay que añadir la vigencia de un Senado, hoy por hoy, desprovisto de funciones y que por tal hace urgente su reforma real.
Ésos son algunos asuntos pendientes que deberían ir abordándose desde un clima de concertación política, social y parlamentaria. Sin prisas, pero sin pausas. Estas reformas contribuirían, no me cabe duda, a mejorar la convivencia entre los españoles y los territorios de España, es decir, a incrementar la renovada voluntad de vivir juntos.
Marcel Félix de San Andrés

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