
El caso es que, disparates aparte, una buena revolución en su momento, como la francesa, nos hubiera evitado muchos traumas. De entrada, la religión no estaría legislando sobre el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo. Además, puede que el recuerdo de una expeditiva guillotina lograra que los gerifaltes se lo pensaran dos veces antes de explotar, engañar o traicionar a su pueblo. Pura pedagogía que les haría más proclives a escuchar la voz de la calle. A empatizar con los problemas e inquietudes de una ciudadanía que ha depositado en ellos su confianza. Aquí, en la sacrosanta España de Ana Botella, las cosas funcionan de otra forma.
La Audiencia de Madrid (un tribunal que no está compuesto por una única juez) defiende el escrache a Soraya Saez de Santamaria, vicepresidenta del Gobierno, como un mecanismo democrático. Un acto legítimo de protesta que no implica violencia ni coacción. Pero a los peperos y sus plumillas de la TDT Party no le gustan los jueces que les contradicen. Cuando orquestaban y aplaudían escraches contra otros, como Bibiana Aído o Susana Díaz, lo consideraban un ejercicio de libertad de expresión. Ahora que son ellos el objeto de las protestas de los perjudicados por sus decisiones políticas, hablan de nazismo.
Mientras tanto, Aguirre dice haber pensado mandar a los cachorros de NNGG a las puertas de la jueza, aunque reculó al darse cuenta de que se metía en un jardín. Sin embargo, el Partido Popular, aliado con la caverna mediática, está lanzando inquietantes mensajes a la juez. Y hasta se ha llegado a facilitar el código postal de Isabel Valldecabres incitando a su acoso. ¡Cómo son estos chiquillos de generosos! Lo que no quieren para ellos si que lo quieren para los demás. ¡Que gran labor de la iglesia católica al inculcarles tanto amor a su prójimo!
Lo dicho, una engrasada guillotina (metafóricamente hablando, se me entiende) ya nos viene haciendo mucha falta. ¡Allons enfants!
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