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Las consecuencias del cambio climático son cada día más evidentes |
Tanto ecologistas como científicos
llevan años avisando del cambio climático y de las consecuencias que traería. A
corto plazo, sequías, pérdida y acidificación de suelo cultivable,
desertificación progresiva, riesgos alimentarios; en un segundo plano, un incremento
de catástrofes climáticas, y a medio plazo, anegación de terrenos costeros por
todo el planeta por la subida del nivel del mar. No es éste el lugar de entrar
en más detalles, pero sí de recordar cuál ha sido la solución del capitalismo a
esta problemática: lo que Daniel Tanuro ha descrito como capitalismo verde, y
que no es otra cosa que soluciones tecnológicas que rozan lo que podríamos
llamar tecno-magia de la civilización industrial, y más mercado. El éxito de
estas soluciones se mide bien por sus resultados: después de treinta años de
trabajo del Panel de Cambio Climático de la ONU (IPCC en sus siglas inglesas),
el único avance en reducción de emisiones vino dado por... la crisis, con su
reducción de la producción en los países industrializados. Los acuerdos en sí
no han producido ningún control de gases de efecto invernadero, pero, como
corresponde a un mercado – el de emisiones, creado con el Protocolo de Kyoto –
lo que sí han generado es un rentable movimiento de capitales internacionales.
Y cuando decimos rentable, queremos decir rentable para los grandes inversores.
Mientras los inversores hacían
negocios verdes, el cambio climático seguía su curso. En 2017, diez tormentas
tropicales se convierten en ciclones y están a punto de alcanzar una región tan
tropical como... Irlanda. En toda Europa, pero especialmente en el sur, las
temperaturas alcanzan niveles asombrosos, lo cual no tiene porqué ser una
consecuencia directa del cambio climático – que es un proceso de fondo y no
explica directamente los fenómenos atmosféricos puntuales – pero sí lo es
cuando se enmarca en una constante de crecimiento de temperaturas medias en
todo el planeta y de alargamiento de las estaciones. Y empiezan a mostrarse los
problemas: en junio una ola de calor pone en aprietos los servicios públicos
hasta el punto de que varios niños tienen que recibir atención médica y un
colegio es desalojado en Valdemoro – apúntense este dato, Valdemoro, no Arturo
Soria o el Ensanche barcelonés – y en muchas regiones del estado empiezan las
restricciones de riego. Y en octubre, la Oficina de las Naciones Unidas para
Reducción de Riesgo de Desastres advierte de que las catástrofes repentinas
pueden provocar que 14 millones de personas pierdan su hogar cada año, como
denunciaba Saskia Sassen en redes sociales.
En este panorama, por supuesto, se
queda corto; oculta el segundo gran frente al que nos enfrentamos, la escasez
energética que nos viene, y otras grandes brechas de fondo, entre ellas la
masiva pérdida de biodiversidad, el agotamiento de recursos más allá de los
combustibles fósiles, etc. Un mapa de los horrores que siempre llega a la misma
pregunta: ¿cómo es posible que no estén realizándose ya transformaciones que
eviten el colapso? La pregunta tiene, creo, una buena respuesta en la
investigación psicológica y psicosocial, que nos muestra un buen puñado de
problemas relacionados con la capacidad de comprender – en sentido profundo –
grandes cifras y datos estadísticos, anticipar datos futuros y adaptarnos a una
idea del mundo diferente a la que experimentamos en nuestra vida cotidiana:
justo lo que tenemos que hacer ante la crisis ecológica. Y aunque no lo crean,
Marx nos da una pista que, si no es similar, si va en la misma línea, y es que
al describir las luchas de las trabajadoras, el viejo alemán – nuestro abuelo
favorito, en palabras de un profesor de filosofia que ahora no viene a cuento –
se viene claramente arriba en el entusiasmo del relato, detallando como la masa
que lucha unida sale transformada de su lucha y ya nunca vuelve a ser sumisa.
Se ha empoderado, que diríamos hoy – para cabreo del viejo, que, especulamos,
no debía gustar de neologismos. Leído a la inversa: las masas toman conciencia
y se emancipan a través de las luchas colectivas. Thompson, sin embargo, alcanza
el reinado en el marxismo occidental a base de matizar a Marx, no
contradiciendo este punto, sino ampliándolo: no se trata sólo de las luchas
obreras en relación con el trabajo, también de cualquier otra vivencia
compartida; la exigencia de bienes básicos, la permanencia de las viejas
costumbres compartidas. La cosa va más o menos así: las clases populares se
emancipan, en la experiencia común por los intereses colectivos. Un resumen
bastante burdo, pero valga por ahora.
Si tratamos de hacer que esto
aterrice sobre el panorama socioecológico, parece bastante evidente que la
cuestión que planteábamos anteriormente se resuelve de forma dramática pero, al
mismo tiempo, muy comprensible. No hemos hecho nada por la crisis climática y,
en general, por la ecología, porque en realidad nunca hemos acabado de entender
la cantidad de datos que científicos y ecologistas nos arrojaban desde sus
respetables posiciones, y porque no ha habido lucha, ni podía haberla, con un
conflicto que no acababa de mostrarse. La crisis ecológica, que exige
transformaciones revolucionarias, ha sido siempre el cuento del lobo, la alerta
que nadie encuentra, el mundo de las cosas que están por llegar. Pero las
sociedades humanas no entendemos el cuento del lobo. No proyectamos a futuro y
sobre todo no hacemos lucha por conflictos que no se muestran. Por eso nuestro
abuelo favorito nunca les habría contado el maldito cuento a sus nietas.
Hay mucha especulación sobre los
motivos por los que Marx mostró mucho interés por los temas de ciencia y
naturaleza – su tesis versaba sobre la filosofía de la naturaleza en Demócrito
y Epicuro – pero nunca desarrolló de forma completa la teoría de la quiebra
metabólica. Desde aquí, lanzamos una propuesta muy evidente: no la desarrolló
porque no tenía sentido hacerlo. En un momento en el que el ser humano ni
siquiera había cartografiado todo el globo ¿quién en su sano juicio podría
pensar que iba a desbordarse la capacidad de la tierra para producir recursos
naturales y asumir residuos, bloqueando así el encaje sociedad/naturaleza?
Ciento cincuenta años después, esto es lo que ha sucedido. Así que, volviendo
al tema de nuestro interés – los cuentos que el viejo le contaría a su legión
de nietas – parece que hoy día sí les hubiera hablado de la quiebra metabólica
y del desajuste entre las relaciones de la sociedad humana y naturaleza. Cierto
que seguramente no le habrían escuchado – los retoños no suelen entusiasmarse
con la lindezas de la teoría social, desagradecidos.
Desastrado como anda este asunto del
metabolismo humano – ríanse ustedes de la flora intestinal de José Coronado -,
los elementos centrales de la sociedad siguen a lo suyo. Por ejemplo, a
mediados de octubre, la televisión pública nos contaba que los 10° sobre la
temperatura media de octubre nos dan un panorama turístico espectacular.
Ocupación hotelera, dinero fresco. Y la patronal de la construcción decía este
mismo año que el problema de la crisis inmobiliaria se solucionaba echando las
casas abajo para volver a construirlas. Pero, frente a esto, la crisis
ecosocial ha empezado a ser un conflicto que está ya a nuestra puerta. Nada de
teorías apocalípticas, nada de lamentos, es momento de sacar las pinturas de
guerra. Porque resulta que los tiempos geológicos hacen que esta lucha - ¿y
cuál no? – tenga sus peculiaridades, la mayor de las cuales es que responde a
tiempos biológicos. Igual están dudando que esto venga a cuento, pero sean
pacientes. Los años que hemos pasado sin asumir la crisis ecológica no han
dejado de pasar sólo porque no le hacíamos caso; la saturación de la naturaleza
y su incapacidad para absorber el impacto de la civilización humana se han ido
cociendo a fuego lento, y no tan lento en las últimas décadas. Por así decirlo,
el tiempo biológico tiene un avance traicionero que sólo enseña los dientes
cuando ya te los ha clavado hasta las encías. Así que ahora se abre el tiempo
del conflicto, pero se abre por una herida que ya sangra abundantemente.
Urge sacar las pinturas de guerra,
urge entrar en espacios colectivos y transformadores, urge agarrar la crisis y
darle la vuelta a las dinámicas de nuestras sociedades, urge, en resumen, armar
una movilización de masas con dimensiones revolucionarias. El cuento de nuestro
abuelo favorito seguiría teniendo los mismos protagonistas, las clases
populares, porque hay cosas que no cambian en la historia de la literatura, y
hoy como ayer siguen siendo el único sujeto que puede construir una revolución
sobre los intereses comunes. Las élites aún tienen la opción de avanzar en su
huida hacia delante, pero no nosotr@s: a nuestr@s hij@s l@s sacan desmayad@s
del cole o l@s refrescan a manguerazos en cada ola de calor. El cuento seguiría
tratando de cómo esas clases – los muchos, la plebe, la muchedumbre – se articulan
en torno al horizonte de una vida buena para tod@s. Tendría giros argumentales,
porque las revoluciones jamás son un cuento escrito desde el inicio, ni una
historia lineal. Y sería una narración política, como siempre que están en
juego las vidas de much@s. Un género literario que ha sido transitado demasiado
esporádicamente, ecosocialismo radical.
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