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Donald Trump, Presidente de Estados Unidos |
Barry McGuire nombró Eve of destruction una de
sus canciones más conocidas coincidente con el preludio de la fase más aguda de
la guerra de Vietnam. Hoy cabría tomar ese título para definir lo que en la
política estadounidense se perfila de manera cada vez más apremiante: Donald
Trump puede ser derrocado en fechas inmediatas; el tiempo se le agota.
Tal será el curso evidente de los hechos si
no imprime de forma urgente un profundísimo cambio de actitudes, métodos y
objetivos a su controvertido ejercicio de la Presidencia. Pese a tener en
cuenta el dicho escrito por Bonaparte en el prólogo de una edición de El Príncipe de Maquiavelo,
según el cual, “cuando tu
enemigo se esté ahorcando, no le distraigas”, las consecuencias de
la materialización de tal posibilidad de derrocamiento de Donald J. Trump por
vía del impeachment o
por medios aún más expeditivos serían, en el corto plazo, tan graves como su
perpetuación al frente de la Presidencia norteamericana con la deriva hasta
ahora mostrada.
Un conflicto interior en Estados Unidos, que
adoptaría sin duda un carácter violento y que desgarraría el país en una
contienda civil incontrolada –Trump cuenta con una considerable base de opinión
y de masas en su país, así como un rechazo manifiesto también masivo-, podría
irradiar sobre el panorama mundial efectos insospechados, incluso letales, con
un ulterior interinato político inquietante hasta la recomposición de la tan
grave situación así inducida.
Lo más preocupante de todo sería que las
causas reales de su eliminación política tendrían muy poco que ver con las
numerosas boutades, salidas
de tono y actitudes erráticas adoptadas por el magnate-presidente en este corto
plazo de mandato, como podría columbrar la mayor parte de las gentes
bienpensantes; más bien el empuje para eliminarlo -procedente sin duda del
totalitario complejo
militar-industrial norteamericano-, obedecería a la persistencia de
Trump en desdramatizar, desmilitarizar, pacificar y comercializar las
relaciones de Washington con Moscú.
La rusofobia ha sustituido al
anticomunismo, como un fatalismo inexorable, pese a la implosión de la Unión
Soviética y su abandono de la condición de superpotencia. Lo más grave es la
mimetización acrítica y fatal de la
rusofobia así inducida, aceptada como inevitable por muchos los
países subalternos y buena parte de los más influyentes, incluso europeos, sin
reparar en que puede devenir y trocarse en un nuevo y gravísimo conflicto
bélico, una guerra aterradora en el corazón de Europa, ya suficientemente
dañado por dos devastadoras guerras mundiales.
Antídotos
El buen juicio lleva a considerar que el
antídoto que puede llevar al presidente estadounidense a conjurar la anunciada
llegada de su eliminación pasa, inexorablemente, por poner punto final al
simplismo declarativo mantenido hasta ahora y dar paso a una política realista
y estable, abandonando la inercial mercadotecnia electoral proseguida
irresponsablemente por él hasta el segundo mes de su mandato presidencial y
recobrando un nuevo tipo de liderazgo, realmente basado en la defensa de las
libertades políticas, la igualdad económica y la independencia ideológica y
cultural para todos los Estados de la Tierra, liderazgo del que, como
superpotencia hegemónica, Estados Unidos debería ser su garante.
El apremio en la resolución de tan adversa
situación -para el mundo y para él mismo- pasa por tener en cuenta una
evidencia que Trump, pese a estar investido de un poder supremo y unas fuentes
de información incomparables a escala mundial, parece desatender: Estados
Unidos carece de un rival paritario con su poder militar y con su influencia
política mundial. Tal evidencia le brindaría a él y a otros dirigentes
mundiales el basamento lógico y posible para inaugurar una política de paz
coexistencial, a escala planetaria, que resultaría ser no solo muy provechosa
para Washington sino, además, para la mayor parte de los Estados que configuran
la escena internacional.
Empero, antes precisaría acometer tareas
urgentes en su contorno más próximo como la consolidación de la estabilidad de
sus nombramientos más importantes, mediante una política de personal amistosa
hacia el funcionariado estadounidense, muy zarandeado a priori por él durante su
campaña electoral. Por muy adalid del individualismo que se reclame un magnate
multimillonario, el país más poderoso del mundo no puede ser administrado y
gestionado tan solo por amigos personales del Presidente, sobre todo si
resultan ser tan vulnerables como lo que hasta el momento han sido
presuntamente impugnados por mentir. Salvo el tantas veces incompetente aparato
diplomático estadounidense, nutrido en buena medida y en las embajadas más
importantes por los donantes más generosos de fondos preelectorales, el
entramado funcionarial norteamericano se ha mostrado eficiente en numerosos
aspectos, según revelan corresponsales extranjeros allí destacados.
En segundo lugar, como asunto no menos
importante, Trump ha de fijar con precisión los márgenes de actuación entre la
esfera estatal y la esfera de las grandes compañías multinacionales. Han sido
éstas, por su asfixia de las políticas de Estado y su furor especulativo, las
verdaderas responsables de la desastrosa deriva económica crítica seguida y
sufrida por su país y por el mundo entero tras la crisis de Lehman Brothers de
2007, cuya denuncia, precisamente, ha sido la causa primordial que ha llevado
hasta la Casa Blanca a su nuevo inquilino. “Lo
que es bueno para la General Motors puede ser hoy malo para los Estados Unidos
de América”, sería irónicamente el nuevo mantra a tener en cuenta.
Preeminencia
estatal
Ante la imposibilidad de un cambio profundo
de modelo alternativo al desaforado capitalismo allí vigente, dada la ausencia
de condiciones ideo-políticas para llevarlo a cabo, si cabría dar al Estado
estadounidense lo que es del Estado y a las multinacionales lo que les pueda
corresponder, iniciando una política estatal regulatoria de los mercados
financieros que fue desarbolada por Ronald Reagan y proseguida por sus
sucesores en la Casa Blanca hasta nuestros días. Esto se resumiría en el lema “fortificar
la autonomía de la Política frente a la Economía” a costa de
recobrar el sentido social de una y otra, como tan brusca como contundentemente
enunció el candidato Trump durante su campaña electoral versada hacia la
llamada clase media, que
en Estados Unidos incluye a la clase obrera.
Ello permitiría conseguirlo mediante un
estatuto de actuación consensuado con las grandes compañías, siempre desde la
preeminencia estatal norteamericana y teniendo muy en cuenta la necesidad
mundial de embridar las prácticas anti-estatales acometidas por aquellas a
escala global. Para evitar las presiones del complejo armamentístico cabría
asignarle, desde el poder Ejecutivo, un cambio de rumbo y orientar las
prioridades industriales y tecnológicas hacia la conquista real del espacio
para ubicar allá enclaves de subsistencia para la especie humana.
Otro paso ulterior, pero capital para evitar
su inminente derrocamiento, sería el de aislar la política interior
estadounidense de la política exterior y mantener ésta en sordina, con pautas
no conflictivas, mientras aquella no quedara establemente despejada.
Reescribir
la política hacia México
Así podría llegar a reescribirse la brutal
política adoptada hasta el momento hacia México, que cabría trocar mediante
acuerdos migratorios mutuos que contemplaran las disfunciones reales que causa
el descontrol migratorio de Latinoamérica hacia el país del Norte, pero sin
dañar en ningún caso las situaciones de hecho de amplios sectores de la
población trabajadora inmigrante, ni la libertad de circulación de personas
proclamada desde los principios fundacionales de la República estadounidense.
La entidad estatal mexicana no puede verse tan cuestionada como muestran los
cárteles de la droga, que no camparían por sus respetos de no contar con muy poderosos
apoyos transfronterizos.
La reconciliación de Estados Unidos con
América Latina permitiría rehacer la agenda de alianzas en el sur-continente
americano a través de una desmilitarización efectiva de tales vínculos,
des-hostilizando las actitudes de Washington hacia Venezuela, Ecuador, Bolivia,
Brasil y otros países del área que se han beneficiado, con verdaderas primaveras progresistas,
del retroceso de los poderes autocráticos por la presión popular y de la
pérdida de decisivos apoyos norteamericanos hacia las dictaduras militares que
asolaron América Latina durante las décadas de 1960 a 1980.
En cuanto al mundo transcontinental, la
re-acreditación de Donald Trump y la elusión de su derrocamiento inminente pasa
para algunos comentaristas por idear una iniciativa del tipo de la Alianza para
el Progreso de Kennedy, como la que implicaría inaugurar un plan conjunto con
Rusia y China, bajo la supervisión de Naciones Unidas, de cuantificación de los
recursos del Planeta, cuantificación que permitiría a su vez elaborar un
programa planetario que pudiera ser preámbulo de una reasignación de servicios
alimenticios, sanitarios y educativos en el mundo subdesarrollado,
señaladamente en la castigada África.
Perseverancia
Objetivo obligado para conseguir tales metas
sería, para la Administración Trump, el de perseverar en la desdramatización y
desmilitarización de las relaciones con Rusia, trascendiendo las presiones del complejo militar-industrial
norteamericano y neutralizándolas con un plan de colaboración
industrial, comercial y energético con Moscú a largo plazo, sin abandonar en
ningún caso una política dialogante con China, con el comercio como eje
central. Proponerse romper las relaciones, hoy estables, entre Pekín y Moscú,
como al parecer acaricia Trump con sus coqueteos con Putin, no sería más que un
factor desestabilizante muy dañino para la paz mundial. Aceptar el Mar de China
como mar off shore de la República Popular podría hallar su
contrapartida en la neutralización de las bravatas antinorteamericanas de Corea
del Norte, régimen ante el cual Pekín mantiene un enorme ascendiente.
Éstos serían algunos de los aspectos que
impedirían la remoción anunciada de Donald Trump, cantada ya desde algunos
círculos próximos a los poderes fácticos que allí operan, desde el Pentágono a
la CIA, que, hasta hoy, jamás habían osado impugnar a un presidente recién
electo como han hecho ambas instituciones tan abiertamente desde que Trump
llegó a la Casa Blanca. Tal osadía de vectores clave del aparato de Estado,
según todos los tratados de Ciencia e Historia políticas, preludia actitudes
golpistas.
Metas
alcanzables
En un futuro diseño nuevo de la política
exterior estadounidense surgen metas alcanzables: instar persuasivamente a
Arabia Saudí a que ponga fin a la guerra del Yemen; demandar a Israel que zanje
el inhumano cerco de Gaza y acabe con la extensión de los asentamientos en
Cisjordania; buscar una salida negociada con Rusia, Turquía e Irán a la
terrible guerra en Siria; mantener el acuerdo de limitación nuclear con Irán;
abandonar la injerencia estadounidense en la política de Turquía y, sobre todo,
en Egipto, donde el golpe de Estado y el subsiguiente régimen militar de Azizi,
fomentados por Washington, tiene los días contados, según muchos analistas;
todo ello conciliaría a Estados Unidos con los países árabo-musulmanes y
rebajaría en la zona meso-oriental la intensidad de un conflicto considerado ya
casi como de resolución imposible, al tiempo que permitiría al propio Israel,
aliado cardinal de Washington en la zona, respirar una atmósfera de seguridad
mediante la aplicación de la política de dos estados, israelí y palestino,
vecinos y coexistentes.
Otros objetivos equilibradores, que podrían
granjear a los aliados europeos de Washington un sosiego respecto del quehacer
de Donald Trump, del que hoy carecen, pasarían por limar las asintonías de
cuño, sobre todo, ideológico, surgidas a propósito de Francia; apostar por el
equilibrio entre el Norte y el Sur de Unión Europea concebida, como fue en su
origen, como un espacio de libertad y bienestar inigualado en el mundo y que
hoy se debate en grave riesgo de fenecer bajo el discurso ultra-liberal y
ultraderechista; adoptar una política escuchante
hacia el Sur de Europa; mantener la atención sobre el Reino Unido
tras el Brexit y hacia la presumible refortificación político-comercial
intramuros de los antiguos países miembros de la ex Commonwealth.
Todos estos objetivos políticos tendrían por
corolario la urgencia de la adopción de una radicalidad constructiva
consistente en poner a cero el reloj político estadounidense, tras realizar una
contundente autocrítica y un abierta sinceración sobre los límites reales de
las promesas electorales por parte de Donald Trump. Paz y prosperidad reales,
no ficticias, son las prerrogativas que tales cambios preludian para Estados
unidos y para el mundo.
La pregunta que surge es evidente: ¿será
capaz de atajar estos riesgos y de adoptar medidas semejantes a las enunciadas
para hacer frente a su pergeñado e inminente derrocamiento, un hombre como
Donald J. Trump, caracterizado por una personalidad hipertímica; tenaz pero
inestable y caprichosa; estigmatizado temperamentalmente por la alternancia de
fases de euforia seguidas de fases de irritabilidad, disforia; acostumbrado al
monólogo, a la hiperactividad, a la expeditividad y al simplismo; y ubicado el
cúspide del poder mundial en medio de maremágnum de inaudita complejidad? Si no
resultaran capaces ni él ni sus adláteres, las tribulaciones y zozobras que se
perfilan en el panorama mundial inmediato resultan, por su alcance,
inconmensurables.
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