Aunque no es habitual el fútbol en Plumaroja 20, hoy merece la pena reflexionar sobre el pésimo gusto y la descortesía del Tifo que lució el Real Madrid en el partido de champions contra el Atleti y la respuesta de la afición colchonera ante la derrota de su equipo.
Media vida tropezando en la misma
piedra, una final de Copa de Europa perdida en la prolongación, otro varapalo
después de una agonía resuelta con un gol a dos minutos del final del partido,
otra ilusión rota en una segunda final de Champions desde el punto de penalti y
como cuartas partes nunca fueron buenas, el martes, una tormenta feroz de tres
goles, para amenazar el sueño de Cardiff. Y allí, en lo más alto de la grada
del estadio del vecino, cuatro mil almas, después de recibir en las costillas
la enésima puñalada fatal, tras un nuevo hachazo del destino, después de
levantarse de toda paliza imaginable para tener el valor de querer recibir
otra, se pusieron a corear el himno de su equipo. El del Club Atlético de
Madrid. Ese que se creó en 1903 para ser distinto a otro que ya existía. Ese
cuyo propio himno reconoce que no es el mejor, porque su razón de ser es
aspirar, simplemente, a pelear como si lo fuera. Esa bendita avanzadilla que
sueña en rojo y blanco, que cree contra viento y marea, que recibe cada
puñetazo con más dignidad que el anterior y que, por su religión oficial,
dejaría la fe de Teresa de Calcuta en mantillas, cantó más fuerte que nunca su
himno. Hace años les recibieron con una pancarta que suplicaba un rival digno
para un derbi decente.
El dos de mayo, fiesta mayor en Madrid,
les recibieron con una pancarta que pretendía reírse de su fatalidad en Lisboa
y Milán, con una leyenda que decía “decidme qué se siente”, como si el haberse
enfrentado al que, según ellos, es el mejor equipo del mundo, de Europa y de la
historia, no mereciese respeto.
Nada más acabar el partido, con el
Madrid soñando con Cardiff, alegre por su fútbol y excitado por su exhibición,
compareció Sergio Ramos ante las televisiones de medio mundo. Y mientras el
vengador del madridismo, que también azote colchonero, ofrecía sus impresiones
sobre el encuentro, se colaba, de fondo, una banda sonora. La del himno del
Atlético de Madrid. El que coreaban, una y otra vez, sin desmayo, los cuatro
mil hinchas del equipo que había sido zarandeado por su contrario, que había
bordado el fútbol y tenía medio pasaje para una final continental en el
bolsillo.
Ramos hablaba de la posible final, del
gran partido del Madrid, de los goles de Cristiano, de la táctica de Zidane, de
su gran planteamiento y de que tienen una oportunidad preciosa de estar en otra
final para lograr otro santo grial. Y entre pregunta del periodista de turno y
respuesta, se oía, a través de la señal de televisión, el grito desgarrador al
viento de gentes que siguen teniendo claro que sólo agachan la cabeza para
besar el escudo del Atlético de Madrid.
No, la afición del Atlético no es
única. Ni es la mejor del mundo. Ni tiene más sentimiento que otras. Ni es más
especial que las demás. Lo que sí es, de largo, es un monumento a la fidelidad.
Esa afición, que ha esputado sangre y pocas veces paladeado vino, es una legión
de creyentes que, inasequible al desaliento, una que hace de su sufrimiento un
espectáculo, y de su sentimiento, un orgullo. No, la afición del Atleti no es
la mejor del mundo, ni de la historia, ni lo pretende, ni necesita serlo. Y por
supuesto, no tiene que arrogarse la capacidad de dar lecciones a nadie. Lo que
sí es, de manera indiscutible, es el único patrimonio real del club. Uno
sagrado, que se transmite de padres a hijos, porque llegue quien llegue, fiche
quien fiche y se vaya quien se vaya, ellos nunca fallan. A esta afición, los
todavía dueños, no la pueden vender, ni ceder, ni traspasar. Seguirán ahí,
fieles, cantando el himno cuando el equipo esté de cuerpo presente, soñando con
que vuelva de entre los muertos, soñando con una leyenda inexplicable que es un
veneno que se expande, día a día, dificultad a dificultad, sobresalto a
sobresalto.
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Jugadores del Atlético aplauden a sus seguidores |
Rubén Uría
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