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El 82% de la población catalana apoya la celebración del referéndum |
Compañeros y
compañeras de la izquierda española, comparto con vosotros todo o casi todo: la
confianza en que una sociedad mejor es posible, la justicia social como brújula
de todo proyecto político, la convicción de que la libertad de cada uno solo es
compatible con la igualdad y la libertad de todos. Estos valores universales,
que dibujan el hilo rojo de la Historia --y de historias de
compromisos y luchas, de razones y dignidades-- no entienden, por definición,
de límites territoriales o de jaulas nacionales que pongan coto a su voluntad
internacional(ista).
Es más, creo
--como vosotros-- que el nacionalismo es una ideología absurda. Nosotros, los
catalanes, nos llamamos así por un accidente cuasi geográfico que alguna vez
fue politizado. Somos, como todas las naciones, una contingencia histórica. Si
el fluir de los siglos nos hubiese llevado por otros cauces, ahora seríamos
quizá árabes, o franceses --hipótesis las dos nada desatinadas si echamos la
vista atrás--. Lo mismo, por supuesto, para España, la unidad de la cual se
forjó mediante guerras, matrimonios aristocráticos y pactos oligárquicos. Si la
combinación de aliados y enemigos hubiese sido otra, la España de hoy sería,
también, radicalmente diferente. ¡Quizá --nunca lo sabremos-- España no
existiría!
Los
no-nacionalistas como nosotros, pues, entendemos que las naciones modernas no
se basan en etnoculturalismos sacralizados, sino en voluntades agregadas de
convivencia que se renuevan de tanto en cuando. Aquí, Antoni Puigverd se
refirió a esta idea de forma magistral: “Cataluña como ágora y no como templo”.
Genuinamente, el célebre pensador Ernest Renan lo teorizó a partir de la
expresión “plebiscito cotidiano”. Bajo estas ideas, los catalanes de
inspiración socialista o socialdemócrata creemos en una Cataluña plural que, a
su vez, quería engarzarse en un proyecto compartido con el resto de españoles,
y de hecho fuimos los que intentamos romper con la hegemonía nacionalista en
Cataluña.
Los socialistas
creíamos que Cataluña era una sociedad mayormente progresista, pero que la
instrumentalización de la identidad catalana por parte de Convergencia y del
nacionalismo conservador dificultaba la llegada de las izquierdas al gobierno
de la Generalitat. Entonces llegó Pasqual Maragall con una propuesta de nuevo
Estatuto --una propuesta, por cierto, a la que había renunciado Jordi Pujol a
cambio del apoyo del Partido Popular a su investidura--. Se creía que el eterno
victimismo del nacionalismo conservador, excusa para no ejercer las
competencias propias de forma socialmente avanzada, podía acabarse si Cataluña
conseguía un nivel de autogobierno indiscutible, libre de las injerencias
arbitrarias y centralizantes del gobierno español.
En el memorable discurso de investidura que pronunció Maragall en 2003, el exalcalde
olímpico expuso que no quería “presidir el gobierno de la protesta, sino el de
la propuesta”, y que de hecho esta actitud inquietaba mucho más al entonces
presidente Aznar que no las previsibles lamentaciones pujolistas, que cesaban
cuando otro peix terminaba dentro del cove. El Estatut era una propuesta para
Cataluña pero también para España. No se daban las condiciones políticas para
cambiar la Constitución en un sentido federal, pero en la práctica podían
conseguirse estos objetivos mediante la renovación del Estatuto, que a su vez
era Ley Orgánica del Estado.
Pascual Maragall, expresidente de la Generalitat |
Releer hoy aquel
discurso de Maragall es obligado. El expresident, lúcidamente, avisó que “en caso
de dilación indebida en su tramitación [del Estatut], en caso de no-tomada en
consideración, en caso de impugnación o inadecuación substantiva del resultado
final en la propuesta aprobada en Cataluña […], la ciudadanía catalana será
llamada [nuevamente] a pronunciarse […] mediante el procedimiento de consulta
general que se estime más adecuado”. Cuando el Tribunal
Constitucional rompió unilateralmente el pacto constitucional en Cataluña y
laminó el Estatuto que había sido aprobado previamente por los catalanes en
referéndum, Maragall ya estaba muy lejos de la primera línea política. Pero hoy
sus palabras suenan proféticas: la ciudadanía de Cataluña tiene derecho a
volver a pronunciarse sobre su relación con el Estado.
Esto fue en
2010. Han pasado ya siete años --casi ocho-- en los cuales nos rige en Cataluña
un Estatuto que no hemos votado, sufriendo la abierta hostilidad del Partido
Popular y un silencio inaceptable por parte del Partido Socialista. La
sentencia contra el Estatuto cerró cualquier posibilidad de avanzar hacia el
federalismo en el actual marco constitucional, y la respuesta política de la
izquierda española fue redondear y homogeneizar un Estado de las autonomías
--más café para todos-- que ya había quedado obsoleto en Cataluña. Fue entonces
cuando muchos catalanes de izquierdas y profundamente no-nacionalistas
empezamos a simpatizar con el soberanismo.
Entendimos
también que esto no era tan sólo una cuestión puramente nacional, sino que la
primera oleada a favor del derecho a decidir se mezcló con la experiencia del 15M y con la indignación social en medio de los peores años de la
crisis. La combinación de estos elementos dejaron en cueros al régimen del 78 y
comprendimos, entonces, que las instituciones de las cuales nos dotamos durante
la transición ya no eran útiles para encarar los principales retos de nuestra
sociedad. La apertura de un proceso constituyente que pasara necesariamente por
el reconocimiento de la autodeterminación de las nacionalidades y por una
profunda renovación de las estructuras sociales, políticas y económicas del
Estado era el único modo de reenganchar a una mayoría ciudadana en Cataluña.
En este sentido,
desde 2012 el Congreso de los Diputados ha rechazado casi 20 veces un
referéndum pactado. Se hizo un proceso participativo en 2014 donde fueron a
votar 2,3 millones de personas, y desde hace seis años salen a la calle más de
un millón de gentes cada 11 de septiembre en Cataluña. Jurídicamente el pacto
constitucional saltó por los aires con la sentencia del Estatuto, y
políticamente no ha habido ningún interés por rehacerlo, o en su defecto, por
ratificar el consentimiento de los catalanes y catalanas ante la situación
actual mediante una consulta. El consentimiento es la base de la legitimidad, y
por su ausencia la legalidad española en Cataluña se encuentra hoy en una
situación tan precaria.
¿Dónde está,
pues, la legitimidad? En el 80% de catalanes y catalanas que quieren decidir el
futuro de su país en referéndum --esta cifra sube ya al 82% según El País, poco sospechoso de soberanista- y en el 60% que está de acuerdo
en iniciar un “proceso constituyente catalán propio y no subordinado” --cito
resultados electorales y la declaración política de Catalunya Sí Que Es Pot, a la que hay que sumar el independentismo explícito de Junts pel
Sí y la CUP--. La convocatoria del 1 de octubre es la única herramienta
política que se ha puesto sobre la mesa para solucionar el embrollo, y se ha
avanzado por la vía del unilateralismo a causa de la incomparecencia de la otra
parte. Con todas sus insuficiencias y contradicciones.
Creo,
honestamente, que lo que deseáis para España ha empezado en Cataluña. El
candado del régimen del 78 se puede romper aquí, con la apertura de un proceso
constituyente de base ciudadana. Esto lo queríamos hacer conjuntamente con el
resto de España --y como nuestros valores no tienen fronteras, también lo
queríamos y queremos hacer para construir otra Europa--, pero resulta que la
ventana de oportunidad política se ha abierto aquí. La maldita polarización,
además, nos lleva a escoger entre la República catalana y un Reino de España que
nos envía jueces, fiscales, guardias civiles y discursos que nos retrotraen al
blanco y negro.
No nos hagáis
esperar décadas hasta que ganéis las elecciones por mayoría absoluta, ni nos
señaléis repetidamente la contradicción --real, por otra parte-- de que haremos
todo esto de la mano de la derecha catalana, cuando para cambiar la
Constitución hacen falta 2/3 de ambas cámaras, y para hacer eso se hará siempre
imprescindible la concurrencia del Partido Popular. Además, compañeros, no todo
es conseguir el poder electo. Estos días hemos podido comprobar una vez más la
existencia de una oligarquía --o casta-- pegada a las instituciones del Estado,
cuya cultura política no terminó de hacer la transición.
Durante décadas,
y como mínimo en los últimos 150 años en que las izquierdas españolas y
catalanas se han dado la mano para la transformación del Estado, las preguntas
se las ha hecho la periferia, y así también ha ocurrido con todas las
respuestas. El foralismo, el regionalismo, el federalismo y muchos otros movimientos
surgen lejos de Castilla. “Envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora”,
cantaba Machado. Sepharad no ha querido cruzar los puentes del diálogo y,
parafraseando a Maragall --el poeta--, no ha querido escoltar. Quizá España
necesite una buena sacudida para empezar a hacerse preguntas. Y nosotros,
luego, estaremos dispuestos --libremente y de igual a igual-- a ayudaros
humildemente con todas nuestras respuestas.
Fraternalmente, un
no-nacionalista catalán y de izquierdas que va a votar “sí”
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Carles Ferreira, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Girona y
asesor del Ayuntamiento de Girona.
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