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Rajoy, Junqueras, Sáenz de Santamaría y Puigdemont |
En contra de lo que dice la
vicepresidenta del Gobierno, la democracia no ha muerto, ni en Cataluña ni el
resto de España. Ahora bien, sí ha mostrado sus limitaciones y su baja calidad.
Ante una propuesta tan importante como la que plantean hace meses las
instituciones catalanas, la reacción del Gobierno ha consistido en puro
cerrilismo, entendiendo la Constitución y el Estado de Derecho como si fuera la
cachiporra que utiliza la policía para disolver una concentración. Se podrá
discutir su conveniencia, se podrá discutir su encaje constitucional, se podrán
discutir sus condiciones, pero no tiene sentido considerar la posibilidad de
realización de un referéndum territorial como una aberración democrática, sobre
todo cuando tanto la mayoría de los representantes políticos catalanes como un
abrumador porcentaje de la sociedad catalana quieren que se celebre.
Llegados a este punto, el referéndum
que el Govern intenta realizar el 1 de octubre es evidentemente ilegal. Pero lo
es también porque el Gobierno de Rajoy y Sáenz de Santamaría se han empeñado en
ello, no porque un referéndum sea en sí una monstruosidad política. Que el
referéndum, o lo que finalmente sea, se vaya a celebrar en unas condiciones tan
precarias desde el punto de vista institucional y democrático es
responsabilidad del Gobierno catalán. Legislativamente y tácticamente es una
chapuza. La propuesta carece del 100% de las directrices de la Comisión de
Venecia. No hay planificación alguna. Era una amenaza al Estado. Sigue
siéndolo. Todo eso puede pasar porque el gobierno no negocia, sino que penaliza
la política. El 80% de los catalanes quiere un referéndum: el Estado no ofrece
nada, y la Generalitat se conforma con poner sobre la mesa un eterno proceso
electoral.
El Govern, más autoritario, chapucero y
arbitrario que nunca, debería haber organizado el 6 de septiembre un debate
parlamentario en toda regla y haber buscado otras condiciones con las fuerzas
políticas catalanas. Iceta, Coscubiela, Arrimadas o el portavoz de CSQP son tan
catalanes como Puigdemont. Y son sus derechos los que han vulnerado Junts Pel
Si y la CUP durante la sesión en la que se aprobó, con medio hemiciclo vacío,
la Ley del Referéndum con los votos de los 72 diputados del bloque
independentista / catalanista.
Pero es evidente también que las fuerzas políticas mayoritarias
del Estado deberían haberse puesto de acuerdo hace mucho tiempo para que
Cataluña celebrara un referéndum de verdad, pactado y civilizado, con
condiciones aceptables y negociadas. Sin embargo, han dejado claro que no están
dispuestos a ceder un metro: durante largos meses, han rechazado toda forma de
diálogo y han preferido jugar a la “firmeza del Estado de derecho”, usando la
deriva del Govern para convertirse en garante de una unidad de España que no
está en absoluto amenazada.
Dicho esto, no cabe duda tampoco de que
las fuerzas independentistas han sacado provecho de esa cerrilidad del Estado
al plantear los términos del referéndum en las condiciones más ventajosas para
sus intereses, y también es cierto que en su huida hacia adelante han utilizado
los sentimientos de una parte de la sociedad catalana para perpetuarse en el
poder manteniendo contra todo atisbo de razón una promesa imposible de cumplir
sin hacer el ridículo.
El mero intento de que el resultado del
referéndum unilateral se considere vinculante al margen del tamaño de la
mayoría que se registre resulta enteramente absurdo: si los resultados fueran
los mismos que los de la consulta del 9-N, esto significaría que el 34 por
ciento del censo catalán decidiría la ruptura con España. ¿Puede alguien
justificar algo así? El problema último del movimiento independentista /
catalanista es que no tiene detrás una mayoría social suficientemente grande
como para provocar una crisis constitucional que lleve a la ruptura. Si
hubiera, digamos, al menos un 60 por ciento de catalanes o más favorables a la
independencia, nada ni nadie podría parar la secesión.
Por eso parece mentira que hayamos
llegado a este punto. Por un lado, tenemos unas élites y unos medios exaltados,
que califican de “golpe de Estado” la iniciativa de las instituciones catalanas
y llaman a la “unidad de los demócratas” frente al “totalitarismo
nacionalista”. Y, por otro, un movimiento independentista que intenta disimular
sus carencias con un proceso de desconexión que pasa por encima no sólo de la
legalidad, sino de las exigencias democráticas mínimas que cabe exigir ante una
decisión tan traumática como es la secesión de un territorio.
No queremos parecer equidistantes. Por muchas torpezas y errores
que estén cometiendo las instituciones catalanas y el movimiento
independentista, creemos que, ante todo, corresponde al Estado establecer el
marco político que permita procesar y resolver democráticamente la demanda,
ampliamente mayoritaria en Cataluña, de un referéndum. Y esto debe hacerse a la
mayor brevedad, porque avanzar en este esperpento solo sirve para convertir una
reivindicación popular completamente legítima en una farsa manejada por unos
políticos que, en el fondo, no desean convocar un referéndum y prefieren
invocarlo.
Para avanzar hacia una consulta real, y
no ficticia, es necesario que cale en la sociedad que esto no es un asunto de
unos delincuentes que actúan al margen de la ley, sino un conflicto de
legitimidades muy profundo en el que el principio democrático y el principio
constitucional entran en colisión. De lo que se trata es de conseguir una
solución política, consensuada y democrática que atienda los anhelos y el
derecho de la sociedad catalana a expresar su opinión en una urna. Pero cada
día que pasa, por culpa de los cerriles y los incapaces de uno y otro lado, nos
alejamos más de esa solución.
Publicado en Ctxt
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