A quince días del pretendido
referéndum en Cataluña las espadas siguen en alto. Ni Gobierno central ni
Gobierno autonómico han sido capaces de iniciar un diálogo sólido y fructífero
sobre las discrepancias que mantienen en torno al supuesto derecho a decidir de
los catalanes sobre su futuro con el resto de los españoles. De un lado y otro
se escuchan reproches sobre la dejadez mutua a la que han conducido ambas
partes el conflicto y de un lado y otro observamos la misma cerrazón que nos ha
traído hasta la incertidumbre final sobre lo que ocurrirá en la calle el
próximo 1-O. Son las mejores excusas para enquistar los conflictos políticos.
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Guardia Civil y Mossos en la sede de Economía de la Generalitat |
Cuando el soberanismo catalán dio un
paso al frente e inició el procés yo me preguntaba por qué se iniciaba
justo en el momento en que residía en La Moncloa el presidente de un Gobierno
conservador y autoritario que, además, disponía entonces de mayoría absoluta.
Pensé que la causa independentista había perdido el juicio. Pero, andando el
tiempo, me di cuenta de que el reto no debía ser la independencia en sí misma
sino la tensión máxima del conflicto para doblegar al Gobierno central y
obligarle a negociar una mejor posición para Cataluña en el escenario
autonómico o, incluso, una nueva modalidad de asociación territorial no
prevista todavía en la Constitución. Pero creo que el bloque soberanista
subestimó el neofranquismo que invade al PP en cuestiones "patrias".
Y una vez tensionada la cuerda, a pesar del inmovilismo de Rajoy, la causa
soberanista ya no podía dar marcha atrás, ya no podía defraudar a millones de
catalanes que, Diada sí, Diada también, salían a manifestarse pidiendo votar en
un referéndum.
Creo que ambos bandos han jugado mal
sus cartas. Excluido el derecho de autodeterminación (que aquí no cabe por no
ser Cataluña un territorio sometido a colonización ni a violación sistemática
de derechos humanos ni a limitación de la participación política) sólo cabía
invocar el derecho a la secesión. Pero resulta que éste no es un derecho
reconocido en nuestra Constitución, por lo tanto sólo una voluntad popular muy
mayoritaria puede ejercer presión para conseguir dicho derecho o, al menos, un
cauce para la expresión de dicha voluntad, es decir, un referéndum. Y esta fuerza
es la que, a día de hoy, falta en Cataluña pues, como dije en un artículo
anterior (http://www.nuevatribuna.es/opinion/franci-xavier-munoz/de-la-autonomia-a-la-autodeterminacion/20120913074957080958.html),
sin una mayoría cualificada de voto popular (60-65% como mínimo) no se debe
iniciar ningún proceso de separación territorial, ya que no hablamos de una
mera elección parlamentaria que a los cuatro años se puede modificar sino de
una decisión que compromete el futuro de millones de personas para varias
generaciones. Si las leyes más importantes se aprueban con ese porcentaje de
mayoría cualificada en los parlamentos, ¿cómo no exigir el mismo tipo de
mayoría para la independencia de un territorio? Es cierto que el bloque
soberanista tiene esa mayoría cualificada en el Parlament -por las correcciones
a la proporcionalidad directa que introducen todos los sistemas electorales-
pero no la tiene en voto popular, del que en las últimas elecciones autonómicas
se cosechó un 48% para la opción independentista de Junts pel Sí y la CUP.
Ahora bien, dado que dicho
porcentaje de voto popular se traduce en una mayoría absoluta de escaños
parlamentarios (72 frente a 63) a favor de la causa soberanista, no es
inteligente por parte de ningún Gobierno central refugiarse en la mera
legalidad para desconocer o despreciar la voluntad popular abrumadora a favor
de un cauce de expresión que dirima la cuestión de la independencia catalana
para siempre (o, por lo menos, para unas cuantas generaciones). Ni inteligente
ni democrático pues la libertad se defiende, precisamente, dando la palabra al
pueblo y no reprimiéndola con legalismos o coacciones. ¿De qué sirve una ley
democrática cuando una mayoría social le da la espalda? Esto es lo que está
pasando en Cataluña, que una porción considerable de sus habitantes considera
ya obsoleta la relación de su territorio con España y, ante la inacción de un
Gobierno insensible y autoritario, sólo encuentra en la independencia la mejor
opción de futuro para su destino. Y, al menos, quieren tener la opción de
contrastar dicha opción con la contraria en un referéndum que dirima la
correlación de fuerzas a favor y en contra de la secesión. Por tanto, lo
inteligente y democrático sería lo que hizo David Cameron en Gran Bretaña,
negociar un referéndum y hacer campaña por una de sus opciones. Y ganarlo, como
lo ganó.
Ése es el coraje que le falta al
Gobierno de Rajoy, un coraje que la derecha española sólo está acostumbrada a
demostrar con la fuerza de la ley o con la ley de la fuerza, como nos enseña
nuestra Historia contemporánea. El PP ha perdido una ocasión de oro para
demostrar su compromiso con la democracia y para desprenderse de ese pasado
franquista que lo persigue allá donde vaya. Nuestra Constitución, en su
artículo 92, reconoce el derecho del Gobierno central a convocar referendos
consultivos (es decir, no vinculantes) sobre decisiones políticas de especial
trascendencia (y la cuestión catalana lo es) en los que todos los ciudadanos
(sin concretar de qué ámbito territorial) puedan expresar su opinión a la
pregunta o preguntas realizadas. Es decir, el redactado literal de dicho
artículo permite la interpretación adecuada para pactar en el Congreso de los
Diputados un referéndum para Cataluña que incluyera, además de la
independencia, otras opciones de encaje en España. Cualquier gobernante lúcido
y osado aprovecharía una ocasión como esa para demostrar su convicción
democrática y, sobre todo, su compromiso por la solución de los problemas.
Estoy seguro de que haber pactado la convocatoria del referéndum hubiera sido
la mejor opción para éste y para cualquier otro Gobierno español. Todos los
partidos habrían hecho su campaña, explicando los pros y los contras; el
Gobierno de Rajoy, a través del PP catalán, podría haber ofertado mejoras a los
catalanes y, en cualquier caso, si hubiera ganado la opción de la
independencia, que lo dudo, el referéndum no sería vinculante, lo que habría
puesto a trabajar inmediatamente a ambas partes para encontrar un encaje
satisfactorio a Cataluña en el marco de la actual Constitución o en el de una
nueva o reformada o, incluso, como Estado asociado. En cualquier caso, repito,
creo que en una campaña organizada y bien explicada, y con los recursos con los
que cuenta el Gobierno central -incluyendo a casi todos los medios y líderes
europeos- el referéndum lo habría ganado la opción autonomista o federal y no
la independentista, como ocurrió en Escocia. Pero ya nunca lo sabremos porque a
Rajoy le sobra lo peor de la derecha española y le falta lo mejor de la derecha
europea.
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FRANCÍ XAVIER MUÑOZ
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