Lamia o Ninfa del Agua |
El río
Guadiana, o río de Anna según la etimología árabe, sorprende a todo aquel que
lo visita por su misterioso origen. Tras recorrer apenas un centenar de
kilómetros desde su nacimiento en el manantial
de los Zampuñones, junto a Villahermosa, su curso se sosiega al cruzar
la extensa llanura del Campo de San Juan y llega finalmente a Argamasilla de Alba, donde desaparece sin dejar rastro. Este enigma ha llenado páginas
y páginas durante siglos sin que todavía exista una teoría que pueda explicarlo
satisfactoriamente. Como no podía ser de otra forma, las leyendas han ocupado
el lugar de los hechos y ésta que a continuación referimos, la de Zulema y Mahmud, es solo una
de las menos conocidas para el profano.
Dicha
historia tiene elementos comunes con otras similares en nuestro país y se refiere al mito de la mora, o la
encantada, donde la mujer joven y el peine de oro con que arregla sus cabellos
constituyen sin duda el centro de la narración… Os invitamos pues a que
dejéis volar la imaginación recorriendo los dilatados horizontes de La Mancha.
Y a que lo hagáis con la voz de un narrador imaginario, viajando a la época en
que mito y realidad se daban la mano y caminaban juntos…
“En los años
lejanos que siguieron a la venida al trono del cuarto emir de Occidente, ¡que
Alá lo tenga en su seno! sucedió que una
pertinaz sequía asoló las tierras que se extienden en la llanura del Guadiana
Alto, tan grande y duradera como nunca antes se había conocido. Las
huertas quedaban resecas y expuestas al polvo de los caminos, las plantas se
agostaban y en el fondo de las acequias, por donde antaño corría el agua alegre
y feraz, crecían ahora los cardos y la grama hasta el punto que los habitantes
olvidaron su trazado original, dejaron los campos y hubieron de emigrar
finalmente a otras tierras más fértiles y agradecidas.
Ocurrió pues
que vino a oídos de un pobre labrador la existencia, en una cueva cercana, de
un sabio ulema recién llegado del camino a la Meca, y que había elegido aquel
lugar para descansar sus viejos huesos de tantas fatigas acumuladas. El
labrador reunió a su mujer y a su único hijo, y les dijo: “Iré a ver a este sabio entre los sabios, de
quien dicen que ha leído los versos sagrados en la gran Mezquita de Damasco y
conoce la magia de los justos, y le pediré que nos ayude en este difícil
trance”. Y así, tras aparejar al asno y despedirse de su familia, salió al
camino y se alejó entre los campos resecos de su hacienda.
Al cabo de
varios días de viaje llegose hasta la cueva de la que había oído hablar, entró
y encontró allí a un hombre anciano vestido con largos ropajes, y que tenía en
la cabeza el turbante de los que han realizado el sagrado viaje, ¡que Mahoma
sea cien veces bendito! Entonces le dijo: “Sabio ulema, en tu frente está la
prueba de que conoces grandes maravillas, y que has visitado los cinco rincones
del Paraíso donde florece la bondad de Dios. Apiádate de mí y de mi familia,
pues una cruel sequía ha agostado los campos haciendo imposible la vida en mi
país, y no tenemos ya otro camino que partir de las tierras de mis abuelos para
no morir de sed y de miseria”. “Conozco el mal del que me hablas” contestó el
ulema “y por ser fiel a los preceptos del Enviado te concederé lo que deseas. Tendrás agua para tus campos y tu ganado, el
cielo se abrirá y caerá lluvia abundante haciendo florecer la reseca llanura, y
surgirá un río donde nadie antes había conocido tal. Tú y tu familia, y
los vecinos y amigos de tu familia no pasaréis más sed y tendréis de aquí en
adelante hermosos frutos que os harán la vida regalada”. El labrador le dio
encarecidamente las gracias, mas el sabio no había terminado de hablar.
“Todo esto lo
alcanzarás con una condición. Pues has
de saber que yo tengo una hermosa hija llamada Zulema, a la que quiero más que
cualquier otra cosa en el mundo. Ella vivirá aquí para solaz mío, y a
fin de que no sienta nostalgia del río y los jardines que la vieron nacer, allá
en el lejano Nilo, construiré para ella un rincón maravilloso a orillas de
éste, repleto de estanques y de nenúfares ocultos a la sombra de las higueras,
donde podrá pasear y componer poemas y canciones para su anciano padre por el
resto de sus días”. En este punto el ulema miró al labrador con ojos fieros
antes de proseguir: “Todo el río será
vuestro salvo este pequeño meandro repleto de verdor. Estará vedado, y
nadie podrá entrar y perturbar al más preciado de mis desvelos si no es a costa
de mi maldición solemne. Concédeme solo esto, y tendrás lo que pides”.
El pobre
labrador se lo prometió cumplidamente, y partió enseguida de la cueva para
volver al lado de los suyos, a los que refirió las extrañas maravillas que
había oído de boca del anciano, no dejando de alertar sobre la extraña
condición que había impuesto para su cumplimiento. Nadie en el pueblo dio
crédito a las palabras de su vecino hasta que una noche, estando él y su
familia reposando en la terraza de su casa, vieron como la luna se ocultaba en
densas sombras y un viento fuerte agitaba las datileras a orillas de la
acequia, tras lo cual corrieron a refugiarse en la cuadra y cerraron puertas y
ventanas por miedo de lo que pudiese suceder. No bien hubieron hecho esto cuando del cielo comenzaron a caer cataratas
de agua que inundaron los campos e hicieron correr arroyos y regatos por donde
nunca antes se habían visto.
Al cabo de
diez días las alamedas se hincharon de humedad y reverdecieron, y los campos
pobláronse de tréboles y de lirios amarillos, perfumando el aire y haciendo
llegar infinidad de aves para retozar en los lagos que surgían abundantes por
todos los rincones de la llanura. Una y otra vez rodaban las nubes majestuosas,
retumbando en el cielo, y descargaban agua en abundancia a semejanza de las
ubres henchidas de una vaca cuando el ternero solicita su atención. Y tanto
llovió, y tanta agua vino a correr por los campos, que el río Guadiana se desvió de su curso desde la cercana Ruidera y tuvo a
bien cruzar estas tierras dejando abandonado su antiguo cauce. Los
hombres quedaron maravillados de tal portento, nunca visto ni oído, y el
labrador dio las gracias al cielo sacrificando uno de los dos cabritos que
poseía, y diciendo: “Este es sin duda un regalo de Alá, ¡que su nombre sea
cantado en todas las mezquitas de la tierra! De aquí en adelante las huertas
darán abundante fruto y no habremos de temer más el hambre y la sed. Salgamos
de casa y trabajemos la tierra como está mandado”.
Pasaron los
años y el río Guadiana mantuvo su nuevo curso, y las lluvias, sin llegar a ser
diluvio, siguieron regando las huertas y los bancales haciendo del lugar uno de los más fértiles y celebrados por los poetas de
Al-Ándalus. No volvió a verse al anciano ulema en la cueva que le dio
cobijo, pero todos estuvieron de acuerdo en que el viejo y su hija vivieron
desde entonces junto a aquel rincón vedado del río, situado en uno de sus
meandros y oculto a las miradas por datileras, arrayanes y extensos bosques de
higueras y de olivos. Era aquel un jardín prohibido y nadie osó jamás poner su
pie en él, y debido a ello llamaron a
aquel lugar “La Encantada” y cubrieron de extensas dunas de arena todo su
perímetro, para avisar a los incautos del peligro que acechaba entre sus
gratas sombras”.
“Fue entonces cuando
Mahmud, el hijo del campesino afortunado, regresó de una larga campaña por
tierras del norte donde había ido junto a los suyos para hostigar a las
huestes del rey cristiano de Oviedo, y al pasar por allí tuvo noticias de la
muerte de su padre. En sabiendo esto un gran pesar ocupó su espíritu, y el
comandante de sus tropas quiso que marchase hasta su casa para ocuparse de la
herencia, pues daba por bien merecida su libertad. Así pues Mahmud enjaezó su
caballo, y tomando sus escasas pertenencias salió una mañana del campamento
para arribar tres días después a la casa de su familia, de donde había faltado
por espacio de siete largos años. Al
llegar abrazó a su madre e hízose cargo de las tierras y del molino, que
entretanto había hecho construir su padre a orillas del Guadiana. Y
una vez hecho esto lloró largamente la pérdida de su progenitor por las buenas
obras que había acometido en vida, semejantes en número a las hojas del árbol
centenario que, junto la entrada del pueblo, regala su sombra a todo aquel
necesitado de descanso y compasión.
Pero la rueda no deja
de girar, como suele decirse. Toma su medida de agua y la vierte bajo la moliz
para dar pan, y al cabo quiso la fortuna que su ánimo se
serenase con la vista del grano henchido y el canto alegre de los esclavos
sobre la tierra fecunda y hermosa. Y así ocurrió que, estando
una noche de estío junto a la orilla del río, la luna salió de detrás de la
floresta e iluminó con rayos de plata aquel rincón de “La Encantada”, que tanta
congoja había supuesto para los habitantes de la región. “Ahí se esconde el
misterio del cual habló mi padre y sobre el que ningún ser, humano o divino, ha
puesto todavía su mirada. ¿Quién se atreverá a descorrer el velo del viejo
ulema?”. Esto pensaba Mahmud mientras observaba la tersa superficie de las
aguas, cuando oyó o creyó oír un sonido triste que salía de la fronda de
higueras. Era una voz de mujer, ahora estaba
seguro, cantando un romance melancólico muy conocido en tierras de Oriente:
“En mi jardín, de
primavera, vuelan los ibis,
Rosas inclinan sus
cabezas escarlata.
Oh, Nilo, río de
maravillas…”
Mahmud quedó
hechizado por aquella voz, y cogiendo una de las barcas que utilizaban para
cargar la harina hasta el pueblo, púsose a remar al encuentro de aquel sonido.
No pasó mucho tiempo antes de que entrase en el charco de luz de “La Encantada”
junto a la orilla opuesta y allí, sentada sobre una roca y rodeada de juncos y
de matas de arrayán, el muchacho vislumbró a una bella mujer de largos cabellos ensortijados, que
ignorante de que la observaban peinaba sus bucles negros con un peine de oro.
Al punto Mahmud quedó prendado de ella, y con el fin de oír mejor la melodía
que brotaba de sus labios se acercó con su barca hasta quedar a escasos metros
de la orilla. Pero Zulema, que así se llamaba la muchacha, lo vio venir y
asustándose corrió a esconderse entre las higueras hasta desaparecer de su
vista.
Mas dice un proverbio
cierto: “Deja el agua correr y todo estará cumplido”, así que a fuerza de
visitas nocturnas, de quiebros, de risas y de disculpas, ambos jóvenes quedaron
enamorados el uno del otro y fue de dominio público que todo acabaría mal, pues
no pasaría mucho tiempo
sin que llegase a oídos del padre de la muchacha, como
finalmente ocurrió. Cierta noche en que ambos hallábanse paseando en la barca
por el centro del río, el viejo ulema salió de su tienda y fue a caminar
buscando el fresco de la corriente, como solía hacer cuando los calores del día
habían sido excesivos. Al llegar al claro miró hacia el agua tersa y tranquila,
que en ese momento refulgía por el brillo de la luna creciente, y fue entonces cuando descubrió a los
amantes sobre la embarcación, comprendiendo así que todo estaba
perdido y que la promesa que salvaguardaba a su hija había sido rota.
Presa de indignación
el anciano alzó los ojos al cielo, y con un gran grito hundió su vara de olivo
en la tierra húmeda, diciendo: “En la traición está la prueba de tu falso amor,
hija mía. ¡Cúmplase lo que está mandado!”. Y a su voz las aguas se elevaron
furiosas y la luna se cubrió de brumas oscuras, como aquella noche del diluvio,
y un viento fuerte agitó los troncos de los olivos y las datileras inclinando
sus troncos hasta casi rozar el suelo. Cuando todo hubo pasado, la luna volvió
a brillar en la noche y el gran río calmose en un instante, mas en el lugar
donde solo un momento antes se encontraba la barca ya no había nada. El viejo, la embarcación y sus dos
ocupantes se habían esfumado como un torbellino en la ventisca sin dejar rastro
¡Que Alá sea misericordioso y nos proteja!
Todo desapareció bajo
las aguas, incluido aquel peine de oro con que la joven peinaba sus cabellos
ensortijados.
Y al día siguiente, en pleno periodo de lluvias, el cielo apareció despejado y
no llovió. Tampoco lo hizo un día después ni en los restantes, contando hasta
tres veces cien, y así pasaron semanas y meses sin que la tierra recibiese la
bendición de una sola gota de agua. Los más viejos pensaron que el hechizo de
“La Encantada” se había roto finalmente por causa del hijo del labrador, y así
ocurrió de hecho. Los pozos y las huertas frondosas se secaron, los campos
volvieronse a cubrir de polvo y quedaron al punto del color del heno, como
ocurre también en nuestros días, y el
río con su meandro misterioso, los campos de arrayanes y las centenarias
higueras, todo pasó a ser solo un bello recuerdo al borde del olvido.
Como un sortilegio,
el Guadiana se esfuma abruptamente en la reseca llanura manchega a la altura de
Argamasilla de Alba, negando el placer de sus aguas y sus sombreadas orillas
a los arrieros y labradores que atraviesan el lugar. Y solo unas leguas más adelante, junto al
enclave conocido por el nombre de “Los Ojos del Guadiana”, el río vuelve a
aparecer sobre la tierra para no dejarla ya hasta su desembocadura en los
deltas del sur. Se dice que en años húmedos “lloran los ojos
del Guadiana” y tal vez sea así en recuerdo de los desgraciados amores de
Zulema y Mahmud, ahogados sin misericordia por los celos de un ulema anciano y
cruel. Pero hay quien piensa que, en realidad, la muerte no fue el destino
último que les deparó su imprudencia, y que ambos consiguieron huir y cruzar el
mar para llegar finalmente a las tierras felices del Magreb y de Egipto, de
donde era oriunda la muchacha, viviendo desde entonces junto a aquel río
poderoso que atraviesa el desierto y que riega con sus aguas ese país bendecido
de Dios ¡Los caminos de Alá son inescrutables!
Si Zulema y Mahmud
desaparecieron o no en las profundidades del Guadiana, eso es algo que nunca
llegaremos a saber con seguridad. La
leyenda afirma que en ciertas épocas del año, durante las noches de luna
creciente, puede verse junto a cierta roca una mujer bellísima desenredando con
un peine de oro sus largos cabellos ensortijados, negros como
alas de cuervo. Y que mientras lo hace lanza a todo aquel que halla la misma
pregunta: “¿Quién crees que es más hermoso: mi peine de oro o yo?”. El que
encontrándola conozca su historia y se apiade de ella, deberá sin dudar
elegirla en lugar del peine, y así su alma se salvará y podrá regresar
finalmente junto a su padre a orillas del río que una vez habitó. Pues se dice
que el viejo ulema la espera todavía arrepentido por su mala acción, y que hizo
esconder aquel meandro del Guadiana en las profundidades de La Mancha, con sus
bosques de olivos y de higueras, para que sirviera a ambos de solaz lejos del
paso del tiempo y las miradas envidiosas de los hombres. Y allí sigue oculta su
corriente sin esperanza posible de retorno para nosotros, eternos ignorantes de
los designios de Alá. ¿O sí la hay, acaso? Quizás todo cambie cuando alguien sea capaz de hallar el
paradero de aquel peine de oro…”
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