miércoles, 15 de noviembre de 2017

UNA ESPAÑA SIN CARBÓN

Extracción de carbón 'a cielo abierto'
El cierre de las minas y de las plantas de carbón es uno de los elementos más polémicos de la transición energética en España y uno de los mayores escollos para avanzar hacia una reducción de emisiones responsable en nuestro país. Podemos ridiculizar a Trump, pero en España el uso del carbón se ha disparado en los últimos años: en 2015 fuimos tristemente el país del mundo que más aumentó su uso, en 2017 seguimos aumentando su uso debido a la sequía y el actual gobierno está empeñado en defender esta estrategia suicida impidiendo el cierre de plantas y contraviniendo legislación europea.
Entre todas las actividades llamadas a desaparecer por la necesaria descarbonización de nuestra sociedad, ninguna ha representado mejor las dificultades de la transición que la de la minería del carbón. Y es que el carbón además de importancia económica tiene un gran poder simbólico. Representa el primer combustible fósil a suprimir en la lucha contra el cambio climático por su potencia contaminante, pero representa también un referente de la lucha obrera y de los perdedores de la globalización. Por eso, no es de extrañar que los mineros del carbón y sus comunidades se hayan convertido en la excusa propagandística de Trump para barrer la legislación climática.
En 2015 el carbón causó el 41% de las emisiones de CO2 de la generación de energía. Por esta contribución al cambio climático es tan importante su pronta eliminación. Su abandono conlleva dificultades sociales ya que la minería está concentrada geográficamente en comarcas que han organizado durante años sus economías alrededor de la actividad extractiva y que dependen fuertemente de esta. Pero, además, la minería del carbón tiene un valor simbólico en las economías industriales. Es en las minas del carbón uno de los lugares donde se “domesticó” el capitalismo salvaje de la revolución industrial, donde el movimiento obrero se hizo fuerte y se generó identidad colectiva de solidaridad, donde se ganaron además algunas batallas para el avance de la democracia.
Esto no significa que la cultura de la minería del carbón haya generado economías decentes: la minería en la mayor parte del planeta sigue aniquilando la vida y la salud de los mineros, destruyendo los ecosistemas donde se asienta, condenando a las mujeres a roles sociales de segundo orden.
Al símbolo de lucha solidaria se ha sumado en las últimas décadas y en los países desarrollados la de perdedores de la globalización. El movimiento minero podía haber ganado la pelea al capitalismo salvaje de la revolución industrial para mejorar sus empleos, pero en los países desarrollados perdía la pelea ante la globalización y el aumento de la automatización para mantenerlos.
Por ello en el debate sobre la eliminación de este combustible se mezclan una, otra y otra vez, elementos económicos, ecológicos y simbólicos que habría que tratar por separado. Ninguno puede cambiar el hecho de que, debido a la gravedad del cambio climático, en el único futuro decente posible no puede quemarse carbón y que la eliminación de este combustible tiene que ser rápida.
La transición en España ya ha ocurrido en su mayor parte, lo más difícil y costoso se ha hecho. Los resultados son muy desiguales, pero España ha pasado de 45.000 mineros a menos de 3.000 en tres décadas y las medidas de protección social para los trabajadores del sector han garantizado una transición quizás mejorable pero no salvaje. Sin embargo, la diversificación de las cuencas ha sido muy deficiente por lo que para encarar el cierre de las minas que quedan y las plantas existentes habrá que hacer mejores políticas de diversificación económica.
Desgraciadamente, a pesar de la reconversión del carbón, las eléctricas han mantenido su uso como combustible, mayoritariamente importado, por lo que han hurtado las posibles ganancias ecológicas de esta reconversión a la sociedad.
En la actualidad, hecho lo más difícil socialmente, una transición justa pasa por el plan de cierre. Las comunidades y los trabajadores que siguen dependiendo del carbón y sus plantas merecen un futuro, y para ello es muy importante centrarse en hablar del mismo y de las inversiones necesarias a realizar en las comarcas para la generación de actividad del futuro, no en cómo saltarse la normativa europea e incumplir nuestros compromisos climáticos. Y debatir cómo estas inversiones pueden generar comunidades prósperas, cohesionadas, solidarias. La actividad de las minas de carbón está condenada a desaparecer, pero ni sus comunidades ni el símbolo que representan deberían hacerlo con ellas.

Laura Martín Murillo

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