En estos días escucho
con desasosiego a viejos dinosaurios defendiendo torpemente el régimen del 78.
En su apasionada defensa son tibios o llegan a justificar el uso de la
violencia para que nada cambie. Y lo hacen en tiempos en que lo conveniente es
rebajar la tensión y situar al Estado ante su principal responsabilidad:
garantizar las libertades y los derechos ciudadanos.
Una de las características del estado moderno es la idea,
ampliamente asumida por la mayoría de los partidos políticos, de que el estado,
como afirmaba Max Weber, es el depositario del monopolio de la violencia, es
decir, del uso de la fuerza. Un monopolio sustentado, según afirman los
defensores de tal idea, por el mandato recibido del contrato entre ciudadanía y
estado al ejercer esta el derecho al voto en la elección de sus gobernantes.
Este principio es asumido mayoritariamente por los defensores
del actual estado liberal, aunque afortunadamente crecen las voces críticas.
Hannah Arendt, en su obra “Sobre la violencia”, es quién con mayor rigor
argumenta que “nunca la violencia del
estado puede justificarse violando derechos fundamentales de personas que
ampara la propia ley”.
Si estamos de acuerdo con Arendt, y considerando que los estados
y la comunidad internacional se han dotado de derechos refrendados en las
constituciones y, a nivel global, en la Declaración Universal de Derechos
Humanos, cualquier violación de esos derechos contra grupos humanos por parte
de un estado, sean minorías o una sola persona es condenable, pues se está
violando el Estado de Derecho, que en todos los casos es garantista de los
derechos individuales de las personas. Por lo tanto, si hay personas que se
oponen mediante declaración o actuación a un ordenamiento, y esa protesta se
efectúa de forma pacífica, nunca el uso de la fuerza del estado puede vulnerar
derechos amparados por la propia ley.
Esto viene a cuento por lo sucedido el pasado 1 de octubre en
Cataluña, cuando las unidades antidisturbios de Policía y Guardia Civil
emplearon una violencia, a todas luces desproporcionada, sobre una ciudadanía
que de manera pacífica había sido convocada a votar en un referéndum sobre la relación
entre España y Catalunya. Se puede argumentar que la consulta no estaba
autorizada y era ilegal pero ello no justifica el empleo de la violencia sobre personas
que ejercían derechos amparados por la constitución española. Un empleo de
violencia desmesurado que violaba derechos fundamentales como los de expresión,
reunión y manifestación.
Cualquier intervención policial en un conflicto de orden público
debe tener en cuenta dos importantes aspectos: que mida la necesidad de actuar
y que se aplique siempre la proporcionalidad. La necesidad de actuar de la
policía ante un conflicto que altere el orden público lo decide la autoridad pública
y se ordena dependiendo de la gravedad de la transgresión. En el caso del pasado
1 de octubre, la necesidad existía pues la policía había recibido la orden
judicial de impedir la votación y requisar las urnas. Pero policía y guardia
civil debían haber guardado proporcionalidad frente a quienes querían ejercer
un derecho de manera pacífica. Las imágenes sobre la actuación policial, que hemos
visto en distintos medios, muestran que no se aplicó esa proporcionalidad al
emplear una fuerza desmesurada que provocó decenas de heridos.
Releyendo “Sobre la Violencia” de Hannah Arendt, podemos
concluir que de la violencia nunca surge el poder democrático porque este solo nace
de la acción política, por lo que la violencia surge cuando hay ausencia de
poder o cuando el poder está en peligro y se recurre a la violencia para
implementarlo por la fuerza... Espiral que conduce finalmente a la ausencia de
democracia. El análisis de Arendt es compartido por quienes defendemos la vía
de la paz y la solución negociada de los conflictos, negamos al estado el
monopolio de la violencia y que ésta se use contra nuestros derechos.
El grave conflicto que enfrenta al Gobierno de Cataluña, con el
apoyo de una parte importante de la población catalana, frente al Gobierno
central, también apoyado por una parte importante de la sociedad española, no
se puede resolver mediante el uso de la fuerza. Demasiadas experiencias
cercanas advierten que ese camino termina por enconar más el conflicto en lugar
de resolverlo. Aprendamos de esas experiencias y hagamos saber a ambos
gobiernos que la política es diálogo y negociación y la violencia el fracaso de
la política y el poder. Hay distintas propuestas de intermediación en este
conflicto que deben ser tenidas en cuenta y si Rajoy y Puigdemont no lo hacen
deberían apartarse y no obstaculizarlas. Parlem,
Hablemos…
Plumaroja
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