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ADELITAS, RABONAS Y CANTINERAS. LA MUJER EN LOS CONFLICTOS REVOLUCIONARIOS DE AMÉRICA LATINA.

Ha fallecido recientemente Leandra Cabrera, la mujer más longeva de México, con 127 años cumplidos. Había nacido el 31 de agosto de 1887 en Tula (Taumalipas), y en su larga y azarosa vida tuvo 5 hijos, a los que vio morir, 20 nietos, 73 bisnietos y 55 tataranietos. Doña Leandra pasará a la historia por su longevidad pero, personalmente, me atrae más su condición de “Adelita” o “Soldadera”, que es razón principal de este artículo.
"Adelitas" o "Soldaderas" Mexicanas
Leandra, como otras adelitas, acompañó a su pareja, integrante de las tropas revolucionarias de Pancho Villa, en las cruentas campañas militares contra el ejército del dictador Porfirio Díaz. Apenas contaba 23 años y presumía que sus tortillas de comal eran muy populares entre los soldados. Tanto fue así que incluso llegaron a oídos de Doroteo Arango, verdadero nombre de Pancho Villa, a quien conoció personalmente. Terminada la contienda, Leandra, fue una de las primeras mujeres en ser beneficiadas con la distribución de tierras, privilegio que le supuso ser mirada con recelo en la machista sociedad mexicana de entonces.
¿Quiénes eran las adelitas? Se conoce por tales a las mujeres que participaron en la revolución mexicana como soldados, cocineras, enfermeras o ayudantes. Distintas fuentes señalan a Adela Velarde Pérez, enfermera nacida en Ciudad Juárez, como la mujer que inspiró el popular corrido revolucionario Adelita. Nieta de Rafael Velarde, amigo de Benito Juárez, atendía a los revolucionarios de la División Norte heridos en combate. Formaba parte de la Brigada de la Cruz que había creado Leonor Villegas de Manón y, cuando corría el 1914, atendió al soldado Antonio del Rio, quien, enamorado de ella, le compuso el corrido que lleva su nombre. Concluida la revolución, Adela Velarde fue homenajeada como veterana de guerra. Desde entonces, cada 20 de noviembre, miles de niñas mexicanas se visten de adelitas para conmemorar el triunfo de la revolución.
Entre las adelitas soldado destaca Petra Herrera, que durante meses ocultó su condición de mujer, haciéndose pasar por Pedro Herrera. Finalmente, su valentía y notables hazañas le permitieron ser reconocida entre las tropas revolucionarias. Era conocida su habilidad en la voladura de puentes y gracias a su arrojo y liderazgo pudo capitanear su propia partida de adelitas, con las que libró batallas en primera línea de combate. Una de sus acciones más destacadas fue la toma del Torreón en la batalla de Coahuila, el 30 de mayo de 1914. Uno de sus compañeros la cita expresamente como “aquella que tomó el Torreón y apagó las luces cuando entraron en la ciudad”.
Se dice que Pancho Villa ocultó su participación en la batalla al descubrir que había sido una mujer la protagonista de aquella gesta. Esa fue la razón por la que abandonó las tropas villistas y organizó su propia partida de adelitas que según las fuentes varía entre el medio centenar y el millar de integrantes. En 1917 se alineó con Venustiano Carranza y alcanzó la categoría de leyenda para las mujeres mexicanas. Tal fue su prestigio que incluso llegó a solicitar para sí misma el rango de General y continuar en el ejército acabada la contienda. Su petición fue rechazada, aunque el General Castro le había reconocido el grado de Coronel.
Decepcionada con el machismo imperante en el ejército, lo dejó al ser disuelta su compañía de adelitas. Aquello no supuso abandonar sus compromisos revolucionarios y ejerció de espía haciéndose pasar por cantinera en una taberna de Chihuahua. Las fuentes discrepan sobre donde aconteció el incidente que acabó con subida. Algunas aseguran que fue en Jiménez (Chihuahua), y otras que fue en Ciudad Juárez donde resulto tiroteada por un grupo de bandidos borrachos. Petra sobrevivió a los disparos, pero falleció poco después por la gravedad de sus heridas.
Las mujeres mexicanas no fueron las únicas en participar en los conflictos de su época. Las bolivianas, peruanas y chilenas también tuvieron gran protagonismo. En su caso eran conocidas como “rabonas” o “cantineras”. En el caso de las primeras, su nombre deriva del hecho de acompañar, al final de la columna, a las tropas de infantería.
Al detenerse la columna, las rabonas preparaban la comida y atendían a sus maridos o
Soldado peruano y "Rabona". Dibujo del siglo XIX
parejas, reparando los uniformes y realizando otras tareas domésticas.
Flora Tristán, en su obra “Peregrinaciones de una paria”, ambientada en la guerra civil peruana de 1833-1834, las llama las “Vivandières” de América del Sur, término utilizado en la Francia Napoleónica para referirse a las mujeres que acompañaban al ejército francés como cantineras o vendedoras de provisiones, aunque las características propias de las rabonas eran diferentes, como escribe Flora Tristán: “Las rabonas están armadas. Cargan sobre mulas las marmitas, las tiendas y en fin todo el bagaje. Arrastran en su séquito a una multitud de niños de toda edad. Hacen partir a sus mulas al trote, las siguen corriendo, trepan así las altas montañas cubiertas de nieve y atraviesan los ríos a nado llevando uno y a veces dos hijos a sus espaldas. Cuando llegan al lugar que se les ha asignado se ocupan primero en escoger el mejor sitio para acampar. Enseguida descargan las mulas, arman las tiendas, amamantan y acuestan a los niños, encienden los fuegos y cocinan. Si no están muy alejadas de un sitio habitado van en destacamento en busca de provisiones. Se arrojan sobre el pueblo como bestias hambrientas y piden a los habitantes víveres para el ejército. Cuando los dan con buena voluntad no hacen daño alguno, pero cuando se les resiste se baten como leonas y con valor salvaje triunfan siempre de la resistencia... Estas mujeres proveen a las necesidades del soldado, lavan y componen sus vestidos... Viven con los soldados, comen con ellos, se detienen donde ellos acampan, están expuestas a los mismos peligros y soportan aún mayores fatigas... Cuando se piensa en que, además de llevar esta vida de penurias y peligros cumplen los deberes de la maternidad, se admira uno de lo que puedan resistir”.
El origen de la Rabona se remonta al ejército realista peruano de la guerra de independencia, cuando los oficiales permitían que las mujeres de los reclutas, generalmente indígenas y mestizos de la Sierra, les acompañaran en campaña, incluso con sus hijos pequeños a cuestas, para evitar la desmoralización y deserción de la tropa durante los primeros meses del adiestramiento. Con el tiempo, muchas de ellas terminaban formando parte del batallón y no era inusual que caído su hombre en combate le prodigaran los primeros auxilios o asistieran en su agonía llegando a tomar el fusil para combatir en su lugar. Los hijos nacidos o criados en campaña solían pasar el resto de su vida ligados a la milicia, incorporándose como tamborileros desde la niñez o como soldados desde la adolescencia.
Andrés García Camba, general español, cuenta en sus memorias como en la batalla de Umachiri el campamento realista fue atacado por los rebeldes, siendo defendido por los pocos soldados que se encontraban allí y las rabonas que acompañaban al ejército, quienes dirigidos por un capellán lograron rechazar el ataque. El mismo oficial señala después que: “en 1817, el virrey Pezuela trató infructuosamente de desterrar esta perniciosa costumbre de que un ejército de mujeres siguiera a las tropas en sus expediciones en el Alto Perú, las cuales, si bien ofrecían la conveniencia de preparar diligentes la comida de sus relacionados, aumentaban desmedidamente el consumo y eran una langosta para los pueblos, haciendas o rancherías por donde pasaban”.
Un caso particular se presenta en las memorias del general argentino Gregorio Aráoz de Lamadrid, que al narrar su última incursión en el Alto Perú, en 1817, refiere: “Como no había yo permitido que siguiera a la división desde Tucumán una sola mujer, pues no sirven estas sino para montar los mejores caballos de los soldados, distraer a estos, consumirles sus vestuarios y merodear en las marchas cuanto encuentren a mano separándose de los caminos, di una fuerte orden a la división prohibiendo que siguiera mujer alguna, [...] más como podía haber entre ellas algunas mujeres legítimas dispuse que quedaran estas a cargo del gobierno [...] y que se les pasara una pequeña pensión a cuenta del haber de sus maridos hasta mi regreso, pues fueron muy pocas”.
No obstante esta descripción, en ocasiones las rabonas recibían un pago de la caja del cuerpo como si formaran parte de él y eran empadronadas en listados elaborados por la inspección del ejército donde se consignaba su nombre y el “soldado a que pertenece”. En el periódico El Nacional del 9 de diciembre de 1876 se escribe: “Las rabonas del batallón Ayacucho en número de doscientas fueron hoy al palacio de gobierno, pidiendo se les remitiera al lugar donde se encuentran sus esposos. Las amorosas, como también se les llama, renuncian al diario pago que se les da, a fin de cubrir con él los gastos que ocasione su viaje”.
Aunque al iniciarse el combate eran generalmente enviadas a retaguardia para colaborar con los servicios de ambulancia, algunas llegaban a tomar parte en las acciones y, por sus méritos militares, eran promovidas en el mismo campo de batalla e incluso se hacían merecedoras de una pensión militar como cualquier veterano si es que resultaban heridas. Tal fue el caso de María Olinda Reyes, rabona pierolista conocida entre la tropa como Marta, quien participó en la guerra contra Chile y la guerra civil de 1895, alcanzando el grado de capitana y obteniendo perdurable fama en el ejército. Marta es recordada en una marinera (cancioncilla): “muchachos vamos a Lima que viene la montonera, con Felipe Santiago Oré y Marta la cantinera”.
Irene Morales "Cantinera chilena" 1865-1890
Como “Cantineras” eran conocidas en Chile las mujeres que acompañaban al ejército durante el siglo XIX en calidad de enfermera, “autorizada oficialmente por el gobierno chileno para marchar junto a un regimiento, llevando a cabo labores domésticas, humanitarias y sanitarias. Pese a que hubo cientos de voluntarias dispuestas a ir al frente junto con sus esposos, hijos o amantes, la cantinera debía ser soltera, de “moralidad reconocida” y “probadas buenas costumbres”. En Chile, el origen de la cantinera se remonta a 1830. En la guerra que enfrentó a Chile contra la Confederación Perú-Bolivia destacó Candelaria Pérez, quien se enroló en el Batallón Carampangue y llegó incluso a obtener el grado de sargento por su “espíritu y valentía” en el asalto al cerro Pan de Azúcar, durante la batalla de Yungay, el 20 de enero de 1839: “El episodio más notable de la batalla fue el asalto de una formidable posición enemiga, situada en la cumbre de un cerro que por su forma se llama Pan de Azúcar [...] En el asalto de Pan de Azúcar se distinguió entre los soldados más valientes una mujer llamada Candelaria Pérez, que hizo toda la campaña del Perú peleando atrevidamente en las batallas, soportando con alegría las privaciones y sirviendo con abnegación a los heridos y los enfermos. En recompensa de sus servicios y su valor, el General Búlnes le dio el grado de Sargento y desde entonces fue conocida en Chile con el nombre de la Sargento Candelaria”.
Iniciada por la sargento Candelaria Pérez, la institución de las cantineras continuó en la Guerra del Pacífico. Es entonces cuando se incorporó el mayor número de cantineras. La mayoría provenía de los estratos medio-bajo y bajo de centros urbanos como Santiago y Valparaíso. El 1 de agosto de 1879, el capitán Rafael Poblete consintió admitirlas puesto que auxiliaban “como vivanderas [...], prestando al mismo tiempo sus servicios en la enfermería, decretándose que cada regimiento podría ser acompañado de dos cantineras”. Sin embargo, cada compañía tenía de una a cuatro cantineras que suplían lo que actualmente serían los distintos aspectos de la logística. En el arte de la época, las cantineras se representaron vestidas con el mismo uniforme y los mismos distintivos del regimiento al que pertenecieron, aunque llevando faldas.
Así se refiere a las cantineras chilenas Nicanor Molinare: “llovían las balas y esas patriotas mujeres, sin temor ninguno, confortaban, curaban y ayudaban a bien morir a los que la mala suerte enviaba a pasar la última revista; y sin esperar galardón, ni premio alguno, cumplían estrictamente con su deber. ¡Ah!, esas camaradas como nadie cumplieron con su misión”.
Algunas de las cantineras que acompañaron al ejército de Chile durante la Guerra del Pacífico fueron:
·         2 mujeres anónimas. En la batalla de La Concepción, donde se batió el Regimiento 6° de Línea ‘Chacabuco’, “fueron muertas también dos mujeres de los soldados, de tanto coraje, que en lo más recio del combate, animaban a los suyos en alta voz que continuasen peleando”.
·         Rosa González.
·         Susana Montenegro. Fue capturada y muerta en la batalla de Tarapacá.
·         Irene Morales. Nació en La Chimba, Santiago, en 1865 y se alistó disfrazada de hombre. Al ser descubierta, fue asignada como cantinera. Llegó incluso a usar el fusil en las batallas como en la toma de Pisagua, en Dolores, donde su valor fue reconocido por el general Manuel Baquedano; en Tacna, Arica, Chorrillos y Miraflores.
·         Manuela Peña. Mientras ella era cantinera, su hijo Nicolás Rojas, de 14 años, era tambor.
·         María Quiteria Ramírez. Apodada “María la Grande”, nació en Illapel en 1850. Se enroló como la primera cantinera del Regimiento 2º de Línea. Bajo las órdenes de Eleuterio Ramírez, participó en la batalla de Tarapacá, donde fue capturada y conducida a Arica junto al ejército en retirada. Tras la batalla de Arica, recuperó la libertad y se reincorporó a su regimiento. Se batió en la batalla de Chorrillos.
·         Rosa Ramírez. Cantinera del Regimiento 2º de Línea, muerta en la batalla de Tarapacá.
·         Dolores Rodríguez. Esposa de uno de los soldados que se batieron en Tarapacá, a quien acompañó. Al quedar viuda, empuñó el fusil y luchó hasta caer herida.
·         Leonor Solar. Apodada “la Leona”. Cantinera del Regimiento 2º de Línea, muerta en la batalla de Tarapacá.
·         Juana Soto.
·         Filomena Valenzuela. Apodada “la Madrecita”, nació en Copiapó en 1848. De familia acomodada, fue esposa del director de la banda del Regimiento Atacama, en el que se enroló. Participó en la toma de Pisagua y en las batallas de Dolores, Los Ángeles, donde obtuvo el grado de subteniente, Tacna y Miraflores.
·         Carmen Vilches. Perteneció al Regimiento Atacama con el que participó en la batalla de Los Ángeles.
Estas son algunas de las mujeres protagonistas de los conflictos armados en la América Latina del siglo XIX y principios del XX. Adelitas, rabonas y cantineras pasaron al olvido con la modernización progresiva de los ejércitos. Sirvan pues estas líneas para rendirles merecido homenaje.
Marcel Félix Sánchez
Bibliografía:
Flora Tristán, “Peregrinaciones de una paria”, pag 366
Rufino Blanco-Fombona, “Biblioteca Ayacucho”, pag 205
Gregorio Araez de La Madrid, “Observaciones sobre las memorias postumas del brigadier general don José María Paz”, pag 121
Comisión permanente de estudios históricos del ejército del Perú, “La resistencia de Breña”, tomo 1º, pag 144-147
Revista de ciencias sociales, “Filomena Valenzuela, un libro y una calle iquiqueña”

Larrain, Paz. “La presencia de la mujer chilena en la guerra del pacífico”. Universidad Gabriela Mistral. Santiago, 2002, pag 35

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