La lista de
cocos infantiles en la mitología manchega es amplia. Compartimos con la
península al Hombre del Saco y al Sacamantecas e hicimos universalmente famoso
al Tío Camuñas. Pero, para las reflexiones del humilde farero de Barataria recurriremos
a otro asustaniños no menos popular, aunque se le relaciona más con la familia
de los gigantes. Me refiero al singular Tragaldabas, conocido en otros lares
como Zamparrón, Zarrampla o Papón y representado como monstruo u ogro
gigantesco, de boca enorme y gran barriga, con una voracidad insaciable. Capaz
de engullir un ejército entero, en La Mancha era mano de santo contra niños
traviesos y de poco dormir y a fuer de ser amenazado constantemente con su
presencia soñé amenudo con él.
Entre las
atracciones feriales de la infancia recuerdo la del Tragaldabas. Un enorme y
barrigón muñeco por cuya boca se introducía la chiquillería y del que deslizándose
por un tobogán, que estaba dentro de su estructura, salían alborozados los
pequeños valientes, no era mi caso, que no temían atravesar las tripas del gigante
comeniños. Pese a que mi padre insistía e insistía en que no corría ningún
peligro y en la diversión que me perdía, nunca consentí en aventurarme a viajar
por su interior. ¿Y si decidía no expulsarme? ¿Qué pasaría si me quedaba
atrapado para siempre en aquella enorme barriga? ¿Me buscaría mi familia en sus
entrañas? Y aunque lo hicieran, ¿lograrían encontrarme o asumirían mi desaparición
como quién pierde un paraguas en un día soleado? Por si las moscas me negué
tozudamente a hacer la prueba ignorando las garantías de que nunca había
sucedido tal cosa y anteponiendo a las estadísticas mis pesadillas infantiles. Además,
en mi caso, nada ni nadie me obligaba a pasar por ese trance. Pude escoger y
elegí quedarme agarrado a la mano de mi padre. A salvo de los imaginarios
peligros que ocultaba su enorme panza de cartón piedra.
Aquellos
miedos infantiles han permanecido en letargo hasta hace unos días, hasta que en
la Europa de hoy, la de los derechos y las garantías, 10.000 niños han sido
devorados, borrados de la faz de la tierra, volatilizados como fuegos fatuos
delante de nuestras civilizadas y democráticas narices. Y la imagen de Tragaldabas,
Camuñas, Hombre del Saco y Sacamantecas vuelven a tomar cuerpo en mi cabeza. ¡10.000
niños desaparecidos! ¿Cómo han podido perderse? ¿Nadie los busca? ¿Qué clase de
monstruos habitamos estas tierras?
Dejemos
claro que hablamos de niños pobres, inmigrantes a golpe de bombas y carnicerías,
que no tuvieron opción de quedarse agarrados a las manos de sus padres. De
algunos ya sabemos su destino: aparecieron flotando en nuestras costas.
Diminutos cadáveres que nos estremecieron un segundo mientras sorbíamos la sopa
a la hora del informativo. Pero nuestro insensible corazón solo se estremeció
con los primeros muertos, cuando aún tenían nombre, luego las olas nos fueron
arrojando muchos más, tantos que ya no parecían muertecitos reales sino frías
estadísticas de ojos vidriosos y esperanzas rotas. Nada de nada.
De
aquellos, al menos pudimos ver sus cuerpecitos. Ahogados, eso sí, por la
indiferencia de una Europa caníbal que criminaliza a quienes intentan ayudarles,
como los bomberos españoles que se juegan la vida por no tragarse la conciencia,
héroes en un mundo miserable que no perdona la solidaridad y levanta murallas contra
los inocentes. De los 10.000 niños desaparecidos ahora se desconoce el destino.
Entraron solos en Europa, niñas y niños desaparecidos en Suecia, en Italia… evaporados
a miles. Según la Europol, víctimas de la trata sexual, del tráfico de órganos,
de la esclavitud en talleres clandestinos o de adopciones fraudulentas.
Desaparecidos en las fauces de ogros contemporáneos que engordan sus
repugnantes panzas con sus tiernas carnes infantiles.
En Suecia, hordas
de encapuchados (blancos, rubios, instruidos) promueven la caza de menores
inmigrantes, en Dinamarca se les despoja de cualquier objeto de valor con la
excusa de contribuir a su manutención. De nada sirve aquella cultura nórdica
que fue referente de una sociedad civilizada. La sangre de los saqueadores
vikingos aflora de nuevo por sus venas. Deportaciones masivas. ¿A quién importa
la seguridad y el futuro de unos niños de piel oscura y alforja cargada con los
horrores de la guerra? No son como los nuestros, ni siquiera alcanzan la
categoría de mascotas. Si desaparecieran nuestros perros y gatos los buscaríamos
removiendo cielo y tierra, pero estos 10.000 niños esfumados apenas llegan a
los titulares de la prensa.
El Tragaldabas
que recorre la Europa de hoy no lleva blusón ni alpargatas de esparto, viste
con finos paños, corbatas de seda y también come niños. Los pequeños que caen
sus fauces jamás regresan, se quedan atrapados para siempre entre los
engranajes putrefactos de la vieja Europa. Como en los cuentos de Andersen, en
esa versión gore y realista que ocultamos a nuestros hijos para que no se
desvelen en sus sueños. Quizás se los llevó un flautista o un proxeneta
aprovechándose de su indefensión y orfandad, sabiendo, a ciencia cierta, que
nadie los busca, que a nadie importan. ¡Qué asco y qué vergüenza formar parte
de esta Europa!
Plumaroja
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