Según
Carlos Villar Esparza en su artículo ‘Mitología popular del Campo de Montiel’
es un posible descendiente de alguna antigua deidad, y de pésima fama al igual
que el Tío Lobo, la Mano Negra y el Camuñas,
y como ellos es utilizado como asustaniños.
Al
Bú se le representa como “un gigantesco búho antropomorfo de
color negro y grandes alas, primo hermano de la lechuza, que se bebe los
aceites de las iglesias. De enrojecidos ojos, grandes como platos soperos, que
paralizan de terror a sus víctimas. Su pico es afilado como cuchillas y sus
garras son como trampas loberas de donde es imposible huir. Aquel que era
cogido se daba por muerto. Entraba por las ventanas para llevarse a los niños
despiertos a su escondrijo, normalmente oscuras grutas en encinares”.
Recordemos que la encina era un árbol sagrado para los celtas.
Era
costumbre que en noches cerradas, en las que los niños díscolos no querían
dormir, las madres y abuelas abrieran las ventanas de las habitaciones y a
grandes voces, llamaban al Bú para que acudiera. Se le cita en
distintos cantares manchegos:
“Duérmete
mi niño
que
ya viene el Bú
que
se lleva a los niños
así
como tu”.
“Landú,
landú
serenadito
landú
cierra
tus ojos niñito
o
vendrá el Bú”.
Gloria
Fuertes lo cita en su poema ¿Quién llegó?:
“Llegó
vestido de azul.
¿Quién
llegó?
—El
Bu”.
En
la toponimia manchega es frecuente que encontremos elementos geomorfológicos
con su nombre: El Cerro del Bú, en los montes de Toledo, alberga unos
yacimientos arqueológicos de la Edad del Bronce que han sido inspiración de
varias leyendas, como que allí se encuentran las Puertas del Infierno
o la fantástica Cueva de Hércules. Idéntico nombre de Cerro del
Bú encontramos en Argamasilla de Calatrava, próximo al enterramiento ciclópeo y
prerromano conocido por la Sala de los Moros. En las proximidades
de Alcolea de Calatrava, se localizan las Peñas del Bú y la Laguna del Bú.
También en la provincia de Ciudad Real, en una zona boscosa próxima al Viso del
Marqués podemos encontrar el Cerro del Bú y la Umbría del Bu. En Piedrabuena se
encuentra la Solana del Bú y el Cerro del Bú. En
la provincia de Albacete, en la sierra de Alcaraz, hay una aldea llamada El
cortijo del Bú, en el término municipal de Riópar.
Para
algunos informantes de Villanueva de los Infantes el Bú era: “una
persona chepada, cara abotargada y pies abiertos” (...) “Un pájaro que se
parece al loro, que se oye de noche en la sierra, en las risqueras y se decía
¡Calla que viene el Bú!” (...) “Con aspecto de animal-ave con cara de lechuza”.
Aunque
inicialmente se le otorgaba figura antropomorfa, mitad hombre mitad animal, con
el paso de los años, según figura en la mayoría de los testimonios valorados,
el Bú fue adoptando la figura de un espectral y gigantesco búho.
Tanto en los Campos de Montiel como en las comarcas de Cabañeros y Sierra
Madrona se le tenía por “un enorme y negro búho de cuerpo deforme, grandes alas
silenciosas, ojos rojos como platos, dos navajas eran su amenazador pico, las
garras como trampas loberas” (...) “Pájaro oscuro y siniestro” en Alcolea de
Calatrava. En Membrilla era “Pajarraco enorme que parecía un buho o una
lechuza y entraba por las ventanas para llevarse a los niños malos”.
Las
abuelas, en las noches cerradas de invierno, abrían las ventanas de las
habitaciones y a grandes voces llamaban al Bú para que acudiera y
se llevara al nietecillo que se negaba a dormir. En la Comarca de Almadén le
daban figura de un gigantesco búho con grandísimos ojos. “Cuentan que eran
frecuentes sus apariciones. Se presentaba a la llamada de las mamás y abuelas a
la hora de la siesta infantil. También asomaba por la noche para raptar con sus
garras a los niños que al anochecer aún no se habían recogido en sus casas”.
En Toledo se dice que el cerro
del Bú es el lugar donde los antiguos dioses duermen. El cerro del Bú o, cerro
del Diablo, se levanta en la margen izquierda del Tajo, o Tagos (haciendo honor
al segundo de los hijos de Tubal, el primero de los reyes de la antigua Iberia,
que conquistó estas tierras y dio nombre al Tajo), que en su hoz envuelve por
la margen derecha a la carpetana Toletum. Se encuentra entre el Arroyo de la
Degollada y la Peña del Rey Moro, junto a la Ermita del Valle y frente a la
Casa del Diamantista. Sus características estratégicas hicieron del Bú un
referente defensivo durante milenios. En la cresta se pueden ver los restos de
unas construcciones y en una de sus laderas, trincheras abiertas durante
algunas excavaciones arqueológicas.
Cuenta la leyenda que en el
origen de los tiempos, antes de los romanos, antes de los carpetanos, en el
Cerro del Bú vivió un pueblo aguerrido que gozaba de la protección de un dios
infernal, Baal-cebú, al que, en las noches de luna llena, se le ofrecía el
sacrifico de una joven virgen, pero el sacerdote de la tribu se enamoró de una
de las jóvenes que iba a ser sacrificada, no quiso quitarle la vida y la noche
del sacrificio huyó con ella.
Aquella noche no hubo ofrenda. La
deidad, encolerizada, ordenó que el cerro se abriera y de la tierra
resquebrajada emergió una legión demoníaca que fue en busca de los fugitivos,
pero no logró encontrarlos. Entonces, Baal-cebú maldijo la montaña, la tierra
volvió a cerrarse y se tragó a todos los habitantes de aquel pueblo. Quedando
visibles, para postrer ejemplo, algunas ruinas.
En los años ochenta se realizaron
varias excavaciones, encontrándose
fragmentos de cerámica, huesos tallados, piedras trabajadas, hachas
prehistóricas, una maza de pizarra, restos de oro y un puñal con remaches de plata.
Hallazgos que se encuentran en el Museo de Santa Cruz. Posteriores campañas
descubrieron antiguas estructuras defensivas musulmanas y permitieron
identificar, en la cima, una construcción desaparecida: la “Torre de los
Diablos”, cuya existencia recogían antiguos testimonios mozárabes.
Cuenta la leyenda que la Torre de
los Diablos ocultaba una puerta que era la entrada al infierno, y que en las
noches de luna llena se abre una grieta entre las rocas de la que surgen
resplandores rojizos y destellos.
Relacionada con el cerro del Bú,
parece, que en la cima, en la zona del 'embocaero',
habría siempre un gran búho, espectador de la vida diaria, que sobrevolaba los
campos y pueblos de la zona en busca de niños que no habrían vuelto a sus casas
al atardecer, o no se hubieran dormido después de cenar, llevándoselos (por la
ventana o cogiéndolos en plena calle, etc.) para nunca mas tenerse noticias de
ellos.
Otra leyenda toledana es El
hechicero del Bú, según la cual, a mediados del siglo VI vivía en Toledo un
viejo hechicero que habitaba en una cueva cuya entrada se situaba en el cerro
del Bú, próximo a la ciudad.
Desde hacia generaciones sus
antepasados eran los encargados de preparar la pócima que protegía y daba
fuerzas a los reyes godos, haciéndoles invulnerables frente a sus enemigos y
dotándoles de sabiduría para gobernar. Para ello seguían un ritual, siempre al
atardecer, y utilizaban unas reliquias que formaban parte del tesoro que
Alarico había arrebatado a los romanos en el año 410.
Corría el año 653, año de la
coronación de Recesvinto, y el viejo hechicero preparaba la pócima para el
nuevo rey cuando, de repente, de entre las sombras, apareció un gigantesco
cuervo negro que volcó el viejo caldero con el batir de sus alas, derramando un
líquido viscoso y burbujeante.
Poco tiempo había transcurrido
desde que el líquido elemento fuera absorbido hacia lo más profundo de la
tierra, cuando un rayo, surgido de la nada, impactó en aquel mismo lugar,
produciendo una tremenda explosión que abrió un enorme hueco en el suelo.
Ante los ojos del sorprendido
hechicero, de entre la espesa nube de polvo
fueron apareciendo, cual desfile infernal, la cabeza degollada de una
mora, el rostro de piedra de un joven príncipe sarraceno, una joven desnuda que
se sumergía en las aguas de un río, un guerrero con una mano horadada, una
cabeza de varón sobre una bandeja, un cristo con las manos desclavadas, una
Virgen con siete alfileres clavados en su corazón…
El aterrorizado hechicero se
refugió dentro de la cueva, pero, lejos de tranquilizarse, su terror aumentó
aún más al contemplar que sobre la roca de las paredes se habían quedado
grabadas junto a unas extrañas inscripciones las imágenes que había contemplado
minutos antes. Sin tiempo para reaccionar, el techo comenzó a derrumbarse y en
pocos minutos quedó sepultado, con todos sus secretos, dentro de la cueva.
Durante cincuenta años nadie se
atrevió a pisar aquel cerro, hasta que un día el valeroso y atrevido Don
Rodrigo, último rey Godo, abrió la cueva. El hechicero y sus reliquias habían
desaparecido, pero los grabados aún se conservaban intactos. El rey contó a su
pueblo lo que allí vio, aunque nadie encontró un significado.
Estos hechos pasaron de boca en
boca durante siglos, sin que nadie interpretase aquellos grabados hasta que, en
distintas épocas, fueron aconteciendo en la ciudad determinados hechos que
hicieron comprender que los grabados predijeron el origen de numerosas leyendas
acaecidas en la ciudad y que han perdurado hasta nuestros días.
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