domingo, 18 de noviembre de 2018

POLÍTICA, POLITIQUEO Y MALESTAR EN LA JUSTICIA

Jueces y fiscales reclaman independencia de la justicia del poder político
La “alianza” entre la sociedad y sus jueces está rota: cada vez más los ciudadanos ven en los jueces una prolongación de otros poderes, cuando no una “casta” a la defensiva, separada de la realidad y ocupada de sus cosas
El juez trabaja en un contexto de riesgos, en el que es fácil la equivocación: una prueba mal valorada, una verdad que se resiste a aparecer entre confusas declaraciones de testigos o entre periciales contradictorias, una argumentación con un falso eslabón que pasa desapercibido… El juez trabaja en medio de una batalla que se libra en directo entre dos partes, y no en un laboratorio. Es verdad que, igual que la práctica médica cuenta con protocolos, la judicial tiene los suyos: la jurisprudencia, que va decantando criterios que han ido ganando batallas y consolidándose como eficaces; pero siempre dejan al juez a uno o dos pasos de la decisión sobre el caso, donde no es seguro el acierto. Los errores judiciales son estadísticamente inevitables. Pero así como las negligencias médicas, también inevitables, no nos impiden sentirnos en general orgullosos de nuestra sanidad pública, no ocurre así con la Justicia: por alguna razón sobre la que hemos de pensar, la “alianza” entre los ciudadanos y sus jueces está rota: cada vez más los ciudadanos ven en los jueces una prolongación de otros poderes, cuando no una “casta” a la defensiva, separada de la realidad y ocupada de sus cosas. Y esto, sea fundado o sea fruto de una visión distorsionada por espejos cóncavos, es literalmente insoportable para un Estado de Derecho.
No es una simple cuestión de imagen. Y ya no sirve de nada insistir en que en los Juzgados, en las Audiencias y en el Tribunal Supremo se hace día a día un trabajo descomunal que está canalizando civilizadamente los conflictos sociales, las disputas entre particulares, el control de la Administración y la represión de los delitos. Menos aún sirve si quien lo dice es un juez, porque se percibirá como una defensa corporativa. Es mejor reconocer el problema sin pretender envolverlo en paños calientes. Y es mejor aún darle rango de problema de primera magnitud, porque no estamos hablando sólo de la Justicia como un poder estatal, sino que estamos hablando de un derecho fundamental: el derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la Constitución), sin el que los demás derechos pierden su red de seguridad.
El malestar de y por la Justicia lleva tiempo instalado en la agenda mediática, pero no acaba de entrar en la agenda política. Legislatura tras legislatura, nunca la Justicia es vista como una prioridad del Gobierno. Siempre se deja para otra ocasión. La maquinaria aparentemente funciona, porque entra un papel y sale otro, se celebran juicios, se dictan sentencias; quizás es que a los gobiernos les baste con eso, o incluso que interese al poder una Justicia en dificultades, menesterosa, ruidosa y lenta: mientras la gente se queje de la Justicia, los gobiernos quedan a salvo. No sólo eso: los gobiernos tienen los afilados decretos-ley, la policía y los presupuestos para llegar donde no llega la Justicia: ¿para qué tirar el dinero en una maquinaria judicial gripada?
Mientras la mejora de la Justicia siga siendo una reivindicación judicial, se percibirá como corporativa o gremial. No hay ninguna esperanza si no pasa a convertirse en una reivindicación política. Si de verdad se quiere salir de la dinámica de error-queja-descrédito, debería provocarse pronto un largo debate democrático sobre qué está pasando con la Justicia: cuánto dinero estamos dispuestos a gastar en Justicia, qué tipo de juez queremos, cómo concebimos la independencia judicial, y cómo puede mejorarse lo que tenemos. 
Los jueces y el Príncipe
Cuando hablamos de independencia judicial pensamos de inmediato en el Consejo General del Poder Judicial y en los tejemanejes para controlarlo. Luego iremos a eso, pero antes es importante reparar en que la independencia no es un derecho del juez, sino una obligación, una actitud exigible que hay que trabajar incesantemente, porque no la trae consigo ni la naturaleza humana ni la aseguran unas oposiciones.
El juez independiente es una molestia, un estorbo para el Príncipe y una esperanza para el ciudadano. Esto es también así aunque el Príncipe sea un poder democrático, porque el poder tiene siempre algo de Príncipe. Ese es el fundamento de la separación de poderes como exigencia de un Estado de derecho: la desconfianza frente a las dinámicas del poder. Digámoslo de otro modo: el juez tiene la obligación institucional de estar comprometido con la lógica del “sistema”, y no con la lógica del “régimen”. Es fundamental esta distinción, y puede explicar algunas de las cosas que están pasando: el régimen es “la Corte”, es decir, los centros de decisión, sus intrigas  y sus pasadizos, mientras que el sistema es el principio de legalidad (democrática), los derechos y la tutela judicial efectiva. Pero la actitud de servicio al sistema y la distancia respecto del régimen no es fácil ni debe presumirse porque se haya jurado lealtad a la Constitución. Requiere una "resistencia” frente a otros poderes, una resistencia frente a la opinión pública (porque a veces nos toca defender un derecho contracorriente), y sobre todo una resistencia frente a la inercia de los planos inclinados que hace que algunas decisiones sean más fáciles de tomar, más “deseables” que otras para el propio juez por razones que no tienen que ver con el Derecho. Esto sería largo de explicar, y yo mismo podría poner ejemplos vividos en primera persona, pero alargaría mucho el artículo. No debería extrañar a nadie: los jueces tienen prejuicios e inercias, y más útil que negarlo es reconocerlo para estar prevenidos. La característica de la independencia es justamente la resistencia, y ello requiere hacerse fuerte en la lógica de los derechos, del principio de legalidad y de la argumentación jurídica, porque la exigencia constitucional de que las resoluciones deban estar motivadas significa que el juez no tiene más autoridad que la de sus argumentos. Quizás si todos entendiéramos esto, podría servir de base para recomponer una alianza entre los ciudadanos y sus jueces.
Podríamos pensar en cómo fortalecer la “resistencia judicial”, es decir, la independencia. Y pronto comprobaríamos que la clave no está en una aséptica y sacerdotal neutralidad ideológica (que suele confundirse con la ocultación de la ideología), sino en la competencia técnica y en la calidad del patrimonio de cultura jurídica de que se dispone. Nada hace a un juez más fuerte en su entorno que la entereza y honestidad de su argumentación y motivación. No le salvará siempre del error, pero sí del voluntarismo y de los planos inclinados de los que hablaba antes. Entregarse al juicio, escuchar atentamente a las partes, y buscar las mejores razones jurídicas para decidir: no hay otro secreto. Pero si esto es así, ¿no creen que merece la pena pensar en serio si los actuales sistemas de acceso a la judicatura son o no los más idóneos para seleccionar a ese tipo de jueces resistentes? ¿No sería momento de pensar con ambición una reforma de las pruebas de acceso que permita valorar –más que el conocimiento enciclopédico del derecho o la recitación mecánica de un temario– la madurez intelectual y la capacidad argumentativa de los candidatos, sin merma alguna de la objetividad?
El tipo de oposición condiciona el tipo de juez. Imprime sesgos sobre los que quizás no hemos reflexionado lo suficiente. La oposición que tenemos es exigente y es objetiva, y por ello mucho mejor que muchas alternativas que ligeramente se proponen. Pero basta con mirar alrededor (a otros países) para comprobar que no hay ningún indicio de que nuestro sistema sea el mejor. ¿Por qué no pensamos cómo perfeccionarlo y adaptarlo a este siglo? Este es otro debate largamente postergado desde que a primeros de siglo se lo propuso un Pacto por la Justicia que se quedó en pacto. ¿Es sólo el miedo a abrir un melón y no saber cerrarlo bien, o es que “interesa” mantener este sistema imperfecto? Propongo con énfasis que el nuevo CGPJ, pero también las universidades, los colegios profesionales, las academias de Jurisprudencia, e incluso la comisión de Justicia del Congreso, se decidan a pensar con calma en un tipo diferente de pruebas que invite y no disuada a los mejores graduados en Derecho, que acorte el periodo de preparación de oposiciones y alargue el de formación de los seleccionados, y que favorezca la adquisición de las habilidades y competencias requeridas para la función judicial en este tiempo de un Derecho abierto e inabarcable en sus contenidos, en el que lo relevante no es la extensión y volumen de la información retenida, sino su asimilación en el marco de una cultura jurídica de calidad. 
La cúpula judicial
Manuel Marchena será nuevo Presidente del Tribunal Supremo
según acuerdo PP-PSOE
Luego está, sí, la cúpula, y sus vicios cortesanos. Y aquí nos topamos inevitablemente con el problema de la elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, que es el órgano encargado de los nombramientos de los más altos puestos de la judicatura, de la inspección judicial y de la formación continua.
La Constitución establece (artículo 122.3) que de los 20 vocales, 12 se nombrarán “entre jueces”, por el procedimiento que establezca una ley orgánica, y 8 serán nombrados por las Cámaras entre “abogados y otros juristas”, por mayoría de tres quintos. Una sentencia del Tribunal Constitucional dejó claro que la expresión “entre jueces” no significa que a esos vocales tuvieran que elegirlos corporativamente los jueces, sino que doce vocales han de ser jueces. Por tanto, la elección por el Congreso y Senado de esos doce vocales es constitucional y no es contraria a la separación de poderes. El problema es que el PP y PSOE han pervertido ese sistema y lo han convertido en un correcalles entre los partidos y el CGPJ, y en un fraude constitucional. No es una exageración: aquella misma sentencia del TC ya advirtió del riesgo de que se cayera en la tentación de "distribuir los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos", alertando de que la lógica partidista “empuja a actuaciones de este género”, y calificaba como una exigencia constitucional “mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y, entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial". Nada de perverso tiene que el CGPJ sea íntegramente elegido por el Parlamento: la perversión está en el sistema de cuotas, es decir, el reparto de los puestos entre dos partidos que sumen 3/5 de los escaños más por criterios de afinidad que de competencia profesional.
Es posible que PSOE y PP (cuyos diputados alcanzan una mayoría de 3/5) hayan consensuado una lista virtuosa de vocales. Algunos y algunas que han aparecido en las informaciones de prensa me parecen excelentes. No quiero entrar en eso. Tampoco voy a poner en duda el prestigio del magistrado Marchena, al que han propuesto para presidir el Consejo antes incluso de saberse quiénes serán vocales; pero es imposible no darse cuenta de que si finalmente los 20 vocales designados lo nombran presidente, será porque su primera decisión ha sido un “acto de obediencia”. Y no de obediencia al parlamento, ni al sistema: más bien obediencia al régimen. A la corte. A Ferraz y a Génova.
Tanta reincidencia en el mismo vicio nos está dejando sin argumentos a quienes defendíamos la designación parlamentaria frente a la corporativa. Siempre he pensado que las asociaciones judiciales no son mejores que los partidos, y que a la lógica de “los míos” y “los tuyos” añaden la lógica de los favores recíprocos y los clanes endogámicos. Pero estoy por claudicar. Al menos cambiaríamos unos vicios viejos por otros nuevos. En todo caso, aún tendríamos en la reserva fórmulas más imaginativas, por las que yo apostaría de entrada: los vocales judiciales se eligen por sorteo de entre los candidatos que reúnan los requisitos, y las sedes del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo se desplazan a Teruel. Lejos de la corte. Lejos del régimen, y más cerca del sistema. Y de los ciudadanos.
Miguel Pasquau Liaño. Magistrado

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