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Jueces y fiscales reclaman independencia de la justicia del poder político |
El juez trabaja en un contexto de riesgos,
en el que es fácil la equivocación: una prueba mal valorada, una verdad que se
resiste a aparecer entre confusas declaraciones de testigos o entre periciales
contradictorias, una argumentación con un falso eslabón que pasa desapercibido…
El juez trabaja en medio de una batalla que se libra en directo entre dos
partes, y no en un laboratorio. Es verdad que, igual que la práctica médica
cuenta con protocolos, la judicial tiene los suyos: la jurisprudencia, que va
decantando criterios que han ido ganando batallas y consolidándose como
eficaces; pero siempre dejan al juez a uno o dos pasos de la decisión sobre el
caso, donde no es seguro el acierto. Los errores judiciales son
estadísticamente inevitables. Pero así como las negligencias médicas, también inevitables,
no nos impiden sentirnos en general orgullosos de nuestra sanidad pública, no
ocurre así con la Justicia: por alguna razón sobre la que hemos de pensar, la
“alianza” entre los ciudadanos y sus jueces está rota: cada vez más los
ciudadanos ven en los jueces una prolongación de otros poderes, cuando no una
“casta” a la defensiva, separada de la realidad y ocupada de sus cosas. Y esto,
sea fundado o sea fruto de una visión distorsionada por espejos cóncavos, es
literalmente insoportable para un Estado de Derecho.
No es una simple cuestión de imagen.
Y ya no sirve de nada insistir en que en los Juzgados, en las Audiencias y en
el Tribunal Supremo se hace día a día un trabajo descomunal que está
canalizando civilizadamente los conflictos sociales, las disputas entre
particulares, el control de la Administración y la represión de los delitos.
Menos aún sirve si quien lo dice es un juez, porque se percibirá como una
defensa corporativa. Es mejor reconocer el problema sin pretender envolverlo en
paños calientes. Y es mejor aún darle rango de problema de primera magnitud,
porque no estamos hablando sólo de la Justicia como un poder estatal, sino que
estamos hablando de un derecho fundamental: el derecho a la tutela
judicial efectiva (artículo 24 de la Constitución), sin el que los demás
derechos pierden su red de seguridad.
El malestar de y por la Justicia
lleva tiempo instalado en la agenda mediática, pero no acaba de entrar en la
agenda política. Legislatura tras legislatura, nunca la Justicia es vista como
una prioridad del Gobierno. Siempre se deja para otra ocasión. La maquinaria
aparentemente funciona, porque entra un papel y sale otro, se celebran juicios,
se dictan sentencias; quizás es que a los gobiernos les baste con eso, o
incluso que interese al poder una Justicia en dificultades, menesterosa,
ruidosa y lenta: mientras la gente se queje de la Justicia, los gobiernos
quedan a salvo. No sólo eso: los gobiernos tienen los afilados decretos-ley, la
policía y los presupuestos para llegar donde no llega la Justicia: ¿para qué
tirar el dinero en una maquinaria judicial gripada?
Mientras la mejora de la Justicia
siga siendo una reivindicación judicial, se percibirá como corporativa o
gremial. No hay ninguna esperanza si no pasa a convertirse en una reivindicación política.
Si de verdad se quiere salir de la dinámica de error-queja-descrédito, debería
provocarse pronto un largo debate democrático sobre qué está pasando con la
Justicia: cuánto dinero estamos dispuestos a gastar en Justicia, qué tipo de
juez queremos, cómo concebimos la independencia judicial, y cómo puede
mejorarse lo que tenemos.
Los jueces y el Príncipe
Cuando hablamos de independencia
judicial pensamos de inmediato en el Consejo General del Poder Judicial y en
los tejemanejes para controlarlo. Luego iremos a eso, pero antes es importante
reparar en que la independencia no es un derecho del juez, sino una obligación,
una actitud exigible que hay que trabajar incesantemente, porque no la trae
consigo ni la naturaleza humana ni la aseguran unas oposiciones.
El juez independiente es una
molestia, un estorbo para el Príncipe y una esperanza para el ciudadano. Esto
es también así aunque el Príncipe sea un poder democrático, porque el poder
tiene siempre algo de Príncipe. Ese es el fundamento de la separación de
poderes como exigencia de un Estado de derecho: la desconfianza frente a las
dinámicas del poder. Digámoslo de otro modo: el juez tiene la obligación
institucional de estar comprometido con la lógica del “sistema”, y no con la
lógica del “régimen”. Es fundamental esta distinción, y puede explicar algunas
de las cosas que están pasando: el régimen es “la Corte”, es decir, los centros
de decisión, sus intrigas y sus pasadizos, mientras que el sistema es el
principio de legalidad (democrática), los derechos y la tutela judicial
efectiva. Pero la actitud de servicio al sistema y la distancia respecto del
régimen no es fácil ni debe presumirse porque se haya jurado lealtad a la
Constitución. Requiere una "resistencia” frente a otros poderes, una resistencia
frente a la opinión pública (porque a veces nos toca defender un derecho contracorriente),
y sobre todo una resistencia frente a la inercia de los planos inclinados que
hace que algunas decisiones sean más fáciles de tomar, más “deseables” que otras
para el propio juez por razones que no tienen que ver con el Derecho. Esto
sería largo de explicar, y yo mismo podría poner ejemplos vividos en primera
persona, pero alargaría mucho el artículo. No debería extrañar a nadie: los
jueces tienen prejuicios e inercias, y más útil que negarlo es reconocerlo para
estar prevenidos. La característica de la independencia es justamente la
resistencia, y ello requiere hacerse fuerte en la lógica de los derechos, del
principio de legalidad y de la argumentación jurídica, porque la exigencia
constitucional de que las resoluciones deban estar motivadas significa que el
juez no tiene más autoridad que la de sus argumentos. Quizás si todos
entendiéramos esto, podría servir de base para recomponer una alianza entre los
ciudadanos y sus jueces.
Podríamos pensar en cómo fortalecer
la “resistencia judicial”, es decir, la independencia. Y pronto comprobaríamos
que la clave no está en una aséptica y sacerdotal neutralidad ideológica (que
suele confundirse con la ocultación de la ideología), sino en la competencia
técnica y en la calidad del patrimonio de cultura jurídica de que se dispone.
Nada hace a un juez más fuerte en su entorno que la entereza y honestidad de su
argumentación y motivación. No le salvará siempre del error, pero sí del
voluntarismo y de los planos inclinados de los que hablaba antes. Entregarse al
juicio, escuchar atentamente a las partes, y buscar las mejores razones
jurídicas para decidir: no hay otro secreto. Pero si esto es así, ¿no creen que
merece la pena pensar en serio si los actuales sistemas de acceso a la
judicatura son o no los más idóneos para seleccionar a ese tipo de jueces
resistentes? ¿No sería momento de pensar con ambición una reforma de las
pruebas de acceso que permita valorar –más que el conocimiento enciclopédico
del derecho o la recitación mecánica de un temario– la madurez intelectual y la
capacidad argumentativa de los candidatos, sin merma alguna de la objetividad?
El tipo de oposición condiciona el
tipo de juez. Imprime sesgos sobre los que quizás no hemos reflexionado lo
suficiente. La oposición que tenemos es exigente y es objetiva, y por ello
mucho mejor que muchas alternativas que ligeramente se proponen. Pero basta con
mirar alrededor (a otros países) para comprobar que no hay ningún indicio de
que nuestro sistema sea el mejor. ¿Por qué no pensamos cómo perfeccionarlo y
adaptarlo a este siglo? Este es otro debate largamente postergado desde que a
primeros de siglo se lo propuso un Pacto por la Justicia que se quedó en pacto.
¿Es sólo el miedo a abrir un melón y no saber cerrarlo bien, o es que
“interesa” mantener este sistema imperfecto? Propongo con énfasis que el nuevo
CGPJ, pero también las universidades, los colegios profesionales, las academias
de Jurisprudencia, e incluso la comisión de Justicia del Congreso, se decidan a
pensar con calma en un tipo diferente de pruebas que invite y no disuada a los
mejores graduados en Derecho, que acorte el periodo de preparación de
oposiciones y alargue el de formación de los seleccionados, y que favorezca la
adquisición de las habilidades y competencias requeridas para la función
judicial en este tiempo de un Derecho abierto e inabarcable en sus contenidos,
en el que lo relevante no es la extensión y volumen de la información retenida,
sino su asimilación en el marco de una cultura jurídica de calidad.
La cúpula judicial
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Manuel Marchena será nuevo Presidente del Tribunal Supremo según acuerdo PP-PSOE |
Luego está, sí, la cúpula, y sus
vicios cortesanos. Y aquí nos topamos inevitablemente con el problema de la
elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, que es el
órgano encargado de los nombramientos de los más altos puestos de la
judicatura, de la inspección judicial y de la formación continua.
La Constitución establece (artículo
122.3) que de los 20 vocales, 12 se nombrarán “entre jueces”, por el procedimiento
que establezca una ley orgánica, y 8 serán nombrados por las Cámaras entre
“abogados y otros juristas”, por mayoría de tres quintos. Una sentencia del
Tribunal Constitucional dejó claro que la expresión “entre jueces” no significa
que a esos vocales tuvieran que elegirlos corporativamente los jueces, sino que
doce vocales han de ser jueces. Por tanto, la elección por el
Congreso y Senado de esos doce vocales es constitucional y no es contraria a la
separación de poderes. El problema es que el PP y PSOE han pervertido ese
sistema y lo han convertido en un correcalles entre los partidos y el
CGPJ, y en un fraude constitucional. No es una exageración: aquella misma
sentencia del TC ya advirtió del riesgo de que se cayera en la tentación de
"distribuir los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en
proporción a la fuerza parlamentaria de éstos", alertando de que la lógica
partidista “empuja a actuaciones de este género”, y calificaba como una
exigencia constitucional “mantener al margen de la lucha de partidos ciertos
ámbitos de poder y, entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial". Nada
de perverso tiene que el CGPJ sea íntegramente elegido por el Parlamento: la
perversión está en el sistema de cuotas, es decir, el reparto de los puestos
entre dos partidos que sumen 3/5 de los escaños más por criterios de afinidad
que de competencia profesional.
Es posible que PSOE y PP (cuyos
diputados alcanzan una mayoría de 3/5) hayan consensuado una lista virtuosa de
vocales. Algunos y algunas que han aparecido en las informaciones de prensa me
parecen excelentes. No quiero entrar en eso. Tampoco voy a poner en duda el
prestigio del magistrado Marchena, al que han propuesto para presidir el
Consejo antes incluso de saberse quiénes serán vocales; pero es imposible no
darse cuenta de que si finalmente los 20 vocales designados lo nombran
presidente, será porque su primera decisión ha sido un “acto de obediencia”. Y
no de obediencia al parlamento, ni al sistema: más bien obediencia al régimen.
A la corte. A Ferraz y a Génova.
Tanta reincidencia en el mismo vicio
nos está dejando sin argumentos a quienes defendíamos la designación
parlamentaria frente a la corporativa. Siempre he pensado que las asociaciones
judiciales no son mejores que los partidos, y que a la lógica de “los míos” y
“los tuyos” añaden la lógica de los favores recíprocos y los clanes
endogámicos. Pero estoy por claudicar. Al menos cambiaríamos unos vicios viejos
por otros nuevos. En todo caso, aún tendríamos en la reserva fórmulas más
imaginativas, por las que yo apostaría de entrada: los vocales judiciales se
eligen por sorteo de entre los candidatos que reúnan los requisitos, y las
sedes del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo se
desplazan a Teruel. Lejos de la corte. Lejos del régimen, y más cerca del
sistema. Y de los ciudadanos.
Miguel
Pasquau Liaño. Magistrado
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