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Fernando Savater |
Ejercer
la crítica. Incitar a la reflexión. Invitar a la acción. La tríada
históricamente asociada al quehacer de los intelectuales ha dado paso, en
España, a la sumisión, la inacción y el olvido preconizados por quienes hoy,
tan jactanciosa como impropiamente, se atribuyen tal condición. Su abandono de
aquella tríada de compromisos ha sido tan evidente que hoy cabe hablar, con
fundamento, del ocaso de los intelectuales.
La
función histórica del intelectual ha consistido en estudiar la realidad,
interpretarla y dar pautas críticas a la sociedad para su transformación y
mejora. El requisito que se demandaba al pensador consistía en el ejercicio de
un esclarecimiento asentado en una responsabilidad social de la que nunca debía
desertar, en tanto que desplegara su decisiva tarea crítica sobre la realidad.
Empero, hoy y aquí, la irresponsabilidad se ha
adueñado de la mayor parte de los intelectuales que, además, arrastran como
letal legado la exclusión de sus rangos de la mitad de la sociedad, las
mujeres, a las que se discrimina del acceso a tales funciones. El mundo de las
grandes generalizaciones deductivas, el Pensamiento, la Ciencia, la Política,
la Religión, queda aún en manos del hombre, mientras que se intenta dejar a la
mujer sometida al particularismo inductivo de lo inmediato. El resultado de
aquella deserción y de esta discriminación ha consistido en una deriva
incontrolada de los intelectuales que ha oscurecido sus otrora luminosos
cometidos en un cegador ocaso.
¿Dónde reside la gravedad de este declinar?
Sustancialmente, en la impunidad del poder. Sin los cortafuegos de la crítica,
la reflexión y la invitación a la movilización, el poder campa a sus anchas
dejando una estela de corrupción y desconcierto para toda la sociedad española,
salvo para el capital financiero, que recrece a diario su beneficio a costa de
inmiserar a casi todo el cuerpo social, al que yugula sometiéndolo a la
desigualdad, precarizando su existencia e infundiéndole miedo. Para consumar
esa impostura, el mundo del dinero necesita apropiarse primero, hegemonizar
después y degradar luego la cultura hasta convertirla en una subcultura inocua.
Para ello le resulta imprescindible arrebatar a los intelectuales su función
crítica para impedir cualquier atisbo de transformación socialmente inducida.
¿Qué ha sucedido para que sobrevenga esta
hecatombe? Han acaecido muchas cosas, espoleadas por razones subjetivas y
razones objetivas.
El impacto tecnológico
Entre las razones objetivas que explican el ocaso
de los intelectuales en España, no muy lejos de las que dan noticia de los
retrocesos a escala mundial, figura, principalmente, el profundo cambio operado
en la producción social de la existencia y de la vida de las gentes, cuya
teorización crítica, es decir, el descubrimiento de las nuevas formas
ideológicas e institucionales asociadas a ese nuevo cambio, ha quedado
prácticamente abandonada desde la irrupción de la informática en la vida
cotidiana y, destacadamente, en el mundo del trabajo.
Tal mutación es consecuencia de la generalización
descontrolada de la tecnología y de su aplicación irresponsable y sin
miramientos a todos los procesos de trabajo. Con la añagaza de acabar con el
trabajo manual mediante los ordenadores, se ha generado una sacralización
tecnológica, imparable y acrítica que, hasta el momento, deja una estela
inaudita de precarización y de sumisión laborales. Pero esa sacralización,
consciente o inconsciente, ha cegado cualquier aproximación crítica a la
informatización y telematización (informática más telefonía) de nuestras vidas.
Nadie las pone en cuestión. Los intelectuales permanecen mudos al respecto.
Los entonces llamados intelectuales recibieron en
los años 70 las innovaciones tecnológicas adjetivándolas de “revolucionarias”,
sin percatarse de que detrás de las pantallas, los teclados y el plasma se
agazapaba el sempiterno problema del poder, señaladamente el poder
contrarrevolucionario del capital, dueño del proceso informático en su
conjunto, consistente en la introducción de plusvalía científico-técnica en
cada fase de su despliegue, coincidente con aumentos de productividad ínsitos
en la tecnologización y con una paulatina devaluación del trabajador con
decrecimientos desaforados de la mano de obra. Muchas organizaciones
sindicales, partidos de izquierda y también trabajador@s desconocieron,
involuntaria o voluntariamente, que se descualifica a sí mismo quien asume
trabajo descualificado, tras aceptar el discurso del capital desmantelador de
los procesos productivos mediante reducciones de personal laboral inducidas por
las nuevas tecnologías, que deshacían ramas enteras de producción y evaporaban
oficios por doquier sin prever alternativas a la población laboral así
discriminada.
Los intelectuales hegemónicos de entonces asumieron
sin crítica alguna la tarea que los convertía a ellos mismos en heraldos del
gran capital, que exigía de ellos, no solo asumir que “el capitalismo es la
única forma posible de organización (¿) de la Economía”, sino, además, el
dictado de crear un clima de opinión favorable a la desregulación de los
mercados financieros con el mantra de que “la mejor legislación es la que no
existe”: esto es, la plena impunidad del capital. Ello abrió paso a la
hegemonía ideológica y política del ultraliberalismo, que desde entonces
flagela a la mayor parte del país en su versión de derecha o de izquierda.
¡Cuánto aplauso desde España y de nuestros
intelectuales hacia el mensaje ultra-capitalista ínsito en el discurso de los
llamados nuevos filósofos! ¡Cuánto seguidismo hacia la más pura
frivolidad anti-ilustrada llegada de Estados Unidos, de Inglaterra o de la
Francia más banal!
Tres paradigmas evaporados
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Arturo Pérez-Reverte |
Otras causas objetivas del desfondamiento de la
figura y la función de los intelectuales se refieren a la profunda mutación de
los paradigmas que vertebraron el papel de los medios intelectuales europeos en
Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y, en España, desde la víspera
de la Transición hasta el ulterior despliegue de la democracia. Al menos tres
cánones, lingüístico, ético y geopolítico han presidido la trayectoria
mediática –Prensa, mundo editorial, vida académica- a lo largo de estas etapas.
El paradigma lingüístico se asentaba en el crédito de la palabra gracias a la
acreditación, precisamente, de la Lingüística como Ciencia referente en el panorama
científico continental; el canon moral situaba entre el Holocausto y en el
anti-nazismo la horquilla ética que separaba el Mal y el Bien; y la bipolaridad
Este-Oeste, socialismo-capitalismo, señalaba el principio geopolítico por
excelencia, donde tal alteridad garantizaba una pugna por la hegemonía
intelectual y moral, parcialmente compensada o equilibrada entre ambos
universos.
Empero, tras la consunción de la Unión Soviética,
los nuevos tiempos sobrevenidos por la desregulación de los mercados financieros
por Ronald Reagan; más la inhumana conducta de sucesivos Gobiernos de Israel,
reproduciendo técnicas semejantes a las genocidas aplicadas en su día por el
nazismo contra su castigado pueblo; así como la degradación y el descrédito del
valor de la palabra, herida por el constreñimiento expresivo impuesto por los
formatos de la telemática a las impropiamente denominadas, por su implícito
narcisismo, redes sociales -reducido a centenar y medio de caracteres- así como
por la denominada corrección política y la posverdad -formas sofisticadas de la
mentira- generó la sustitución del homo/fémina linguïsticus por el homo/fémina
informaticus… acompañada de toda esta liquidación paradigmática, que ha sumido
en el desconcierto a buena parte de los medios donde comparecen los
intelectuales europeos, con los consabidos efectos sobre los escenarios
intelectuales españoles.
Un olvido fatal
Entre los motivos subjetivos de la degradante
hecatombe que ha desmedulado la labor histórica de los intelectuales y fruto de
la presión de aquellas condiciones objetivas arriba descritas, cabe destacar la
alteración, por parte de numerosos, entre sus exponentes, de la condición de
intelectual para transformarla en un mero trampolín de medro social. Trepar individualmente
en la escala social desplazó y desplaza, como meta, cualquier otro objetivo
para muchos de cuantos hoy, sin serlo, se reclaman intelectuales.
En el mundo profesional, señaladamente en los del
Periodismo, el espacio editorial y el académico, también en el científico-técnico,
tan vinculados a la sustancia o a la difusión del quehacer intelectual, esto
fue y es un síntoma incesante: el olvido de la extracción social de origen, no
burguesa, una vez que se adquieren puestos preeminentes de responsabilidad
sobre contenidos informativos, de opinión, editoriales y científicos. Esto se
convierte para muchos en la garantía del afincamiento individual en una nueva y
superior posición social. Desde luego, la promoción social y económica es un
derecho plenamente legítimo por el cual es, además, urgente y necesario pugnar;
pero su precio no puede fijarse nunca a costa de implicar la renuncia a la
defensa de los intereses de las clases mayoritarias de las cuales el
periodista, el científico, el funcionario, el profesional, suelen proceder. Por
consiguiente, la función de crítica social hacia el poder -que preside el
comportamiento profesional en numerosas ramas de la vida activa- desaparece
generalmente de las prácticas de los responsables profesionales así cooptados,
y promocionados, que no solo abdicaban y abdican a escala personal del
compromiso con la fiscalización crítica de los poderosos, sino que, además,
impiden que otros intelectuales, sin contaminar, accedan a las publicaciones,
al éter, a la imagen o a las cátedras con sus bagajes críticos, reflexivos y
movilizantes. Igual sucede con los responsables de grandes editoriales o en los
principales centros de enseñanza. Por su parte, los profesionales de extracción
alto-burguesa no desclasados, no necesitaron renunciar a nada pues, para
conservar su estatus y sus posiciones de poder, les basta con perpetuar el
discurso dominante propio de sus intereses.
Chantajes
Todo esto admite matices, desde luego, así como
excepciones individuales, pero la corriente general, la que ha devaluado los
contenidos periodísticos y científico-académicos hasta extremos insólitos,
desconocidos, muestra muchos de los elementos descritos. El capital financiero
ha conseguido desvirtuar casi al completo la función social de los
intelectuales y de la Prensa, principal difusora de sus mensajes, para imponer
su discurso mediante el chantaje publicitario, entre otros sistemas
coercitivos, olvidando, de manera suicida, que la publicidad debe buscar
soportes informativos veraces, como los que la Prensa procura o debiera
procurar, para acreditarla, ya que la Publicidad no puede acreditar sus
mensajes por sí misma. De esta manera, quien no transige con tal discurso, es
expulsado del circuito mediático, profesional o académico, sellado así a toda
manifestación del pensamiento crítico.
Qué decir del mundo editorial o el del Cine, que
sepulta en el subdesarrollo a l@s escritor@s de más valía y prestigia a l@s más
triviales, hundiendo la creatividad literaria y cinematográfica, transformada
en mero negocio a beneficio de distribuidores amorales y/o analfabetos: a la
postre, solo producen textos o filmes trufados de violencia, de armas,
machos-alfa, de mensajes machistas, imperialistas y racistas, de policías que
se toman la justicia por su mano y que desprecian la democracia y las leyes…
El mundo académico languidece refugiado en algunas,
cada vez menos, cátedras o blindado al saber desde las propias Academias,
concebidas también, en muchas ocasiones, como meros negocios, que sientan en
sus sillones a celebridades mediáticas sin más mérito que las cifras de ventas
de libros banales o trayectorias curriculares caracterizadas por la sumisión al
poder.
La perniciosa conjunción de razones objetivas y
subjetivas generó un discurso, hoy hegemónico, consistente en proclamar como
consumado el término de los discursos de raigambre histórica: el fin de la
Historia enunciado por el colaborador de la compañía tecno-armamentista Rand
Corporation, Francis Fukuyama, trenzado con la teoría del “choque
de civilizaciones”, de Samuel Huntington, otra patraña reaccionaria- fue
proyectado contra todo esfuerzo encaminado a interpretar, para transformar, el
mundo y las condiciones adversas en las que se desarrolla la vida de la mayor
parte de la Humanidad precisamente ahora, cuando las condiciones transformadoras
podrían estar más al alcance de la mano si se recuperan la Ciencia y la
Tecnología al servicio del progreso.
“La era de los meta-discursos ha terminado”,
proclamaron de consuno los supuestos intelectuales cooptados al efecto,
enemigos de la racionalidad, la equidad y del avance, para dar paso a un mundo
donde se proponen que quede asegurada la prevalencia del capricho capitalista y
ultra-individualista de los mismos, pocos, de siempre. Meta-discurso era, para
ellos, el marxismo, claro, pero no el que pregonan, el neoliberalismo y el
neoconservadurismo que se han adueñado de la geopolítica de la superpotencia
estadounidense.
A la postre queda una sociedad civil casi
indefensa, sin referencias, expuesta al impacto idiotizante de una televisión
desinformadora y de una Prensa desarbolada como contrapoder y convertida en
sierva de sus anunciantes, institucionales o privados. La mayor parte de los
partidos políticos de nuestros lares, presidencializados, ultrajerarquizados y
ensimismados en polémicas internas, descuidan el compromiso adquirido con sus
representados por facilitar, junto con los intelectuales, la tarea de definir,
aleccionar y dar expresión a las soluciones políticas a las necesidades y
anhelos mayoritarios. Y entre tanto, los intelectuales (¿quiénes son, dónde
están, quién recuerda sus nombres?) languidecen a la sombra del poder que ha
laminado casi todo aquello que acreditaba su necesidad y su responsabilidad
social.
Rafael Fraguas
|| Periodista y sociólogo
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