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Ilustración inspirada en Gustavo Doré |
Digo, pues, que con todo su acompañamiento
llegó Dolores a un lugar que rondaba los dos millones de vecinos, que era de
los mejores que el reino tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula
Barataria, nombre que le vendría porque el lugar se llamaba Baratario o quizás por el barato con que se le había dado el
gobierno.
Al llegar a las puertas de Toledo, que entonces
era cercada, salieron curas y nobles a recibirla, tocaron las campanas y muchos
vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa la llevaron a la
iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego, tras algunas ridículas ceremonias,
le entregaron las llaves del Palacio de Fuensalida y la admitieron por perpetua
gobernadora de la ínsula Barataria.
Todo cuanto os narro es verdad y el cargo
pudo ser vitalicio, pero el ejercicio de gobernar manda equilibrios entre lo
que se pide y lo que se da, y en eso, en lo de dar, Dolores no es muy generosa,
excepto para la familia propia. Así, como era de esperar, se rompió el idilio y
quien pudo ser perpetua gobernadora fue pronto examinada con dureza y las cañas
se tornaron lanzas. Pensar que en esta vida las cosas de ella han de durar
siempre en un estado es pensar en lo excusado, antes parece que ella anda todo
en redondo, digo, a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al
estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera,
y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana
corre a su fin ligera más que el viento, sin esperar renovarse si no es en la
otra, que no tiene términos que la limiten. Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético, porque esto de entender la
ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la duración de la eterna que
se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido;
pero aquí nuestra narración se refiera a la presteza con que se acabó, se
consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Dolores
Cospedal.
La cual, estando en su cama la séptima
noche de los días de su gobierno, no harta de dineros como antes, ni de vino,
sino de juzgar y dar pareceres y de hacer estatutos y pragmáticas, cuando el
sueño, a despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a cerrar los párpados, oyó
tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la ínsula
se hundía.
Era el 24 de mayo y Dolores sentóse en la
cama y estuvo atenta y escuchando por ver si daba en la cuenta de lo que podía
ser la causa de tan grande alboroto, pero no solo no lo supo, y añadiéndose al
ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y tambores quedó más confusa
y llena de temor y espanto; y levantándose de la cama se calzó unas chinelas,
por la humedad del suelo del cigarral recién comprado al que había mudado sus
aposentos, y sin ponerse sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió
a la puerta a tiempo para ver como llegaban más de veinte personas con antorchas
encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas. A su cabeza estaban
Vicente, Leandro, Marcial y otros de su confianza, gritando todos a grandes
voces:
— ¡Arma, arma, señora gobernadora, arma,
que han entrado radicales populistas en la ínsula, y somos perdidos si vuestra
industria y valor no nos socorre! Con este ruido, furia y alboroto avanzaron
hasta donde Dolores estaba, atónita y embelesada de lo que oía y veía, y cuando
llegaron a ella, Vicente le dijo:
— ¡Ármese luego vuestra señoría, si no
quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!
— ¿Qué me tengo de armar —respondió Dolores—,
ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para el
consejero Leandro, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro, que yo,
pecadora fui a Dios, no se me entiende nada de estas prisas.
— ¡Ah, señora gobernadora! —dijo Carmen
Riolobos—. ¿Qué relente es ese? Ármese vuesa merced, que aquí le traemos armas
ofensivas y defensivas, y venga hasta Fuensalida y sea nuestra guía y nuestra
capitana, pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestra gobernadora.
—Ármenme norabuena —susurró Dolores.
Y al momento le trajeron dos escudos, que
venían proveídos de ellos, y le pusieron encima de la camisa, sin dejarla tomar
otro vestido, un escudo delante y otro detrás, y por unas concavidades que
traían hechas le sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de
modo que quedó emparedada y entablada, derecha como un huso, sin poder doblar
las rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la
cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así la tuvieron, le dijeron
que caminase y los guiase y animase a todos, que siendo ella su norte, su
linterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.
— ¿Cómo tengo de caminar, desventurada yo
—respondió Dolores—, que no puedo doblar las rodillas porque me lo impiden
estas tablas que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es
llevarme en brazos y ponerme atravesada o en pie en la puerta del Palacio, que
yo la guardaré o con esta lanza o con mi cuerpo.
—Ande, señora gobernadora —dijo Carmen
Riolobos—, que más el miedo que las tablas le impiden el paso, acabe y menéese,
que es tarde y los enemigos crecen y las voces se aumentan y el peligro carga.
Con tantas persuasiones y vituperios probó
la pobre gobernadora a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe,
que pensó que se había hecho pedazos. Quedó como galápago, encerrada y cubierta
con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, y no por verla
caída aquellos acólitos suyos le tuvieron compasión alguna, antes, apagando las
antorchas, tornaron a reforzar las voces y a reiterar el ¡arma! con tan gran
prisa, pasando por encima de la pobre Dolores, dándole infinitas cuchilladas
sobre los escudos, que si ella no se recogiera y encogiera metiendo la cabeza
entre los escudos, lo pasara muy mal la pobre gobernadora, quien, en aquella
estrechez recogida, sudaba y trasudaba y de todo corazón se encomendaba a Dios
que de aquel peligro la sacase. Unos tropezaban en ella, otros caían, y tal
hubo que sobre su magullado cuerpo acabó Carmen Riolobos, quien como desde
atalaya gobernaba los ejércitos y a grandes voces decía:
— ¡Aquí de los nuestros, que por esta
parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde, aquella puerta se
cierre, aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan pez y resina en calderas de
aceite ardiendo! ¡Córtense las calles con barricadas de colchones! ¡Blándanse
estatutos, leyes electorales y argumentos contra las coaliciones de perdedores!
En fin, Carmen nombraba con gran entusiasmo
todos los instrumentos y pertrechos de guerra con que suele defenderse el
asalto de una ciudad, y la molida Dolores, que lo escuchaba y sufría con su
peso, decía entre sí: « ¡Oh, si Nuestro Señor fuese servido que se acabase ya
de perder esta ínsula y me viese yo o muerta o fuera de esta grande angustia!».
Oyó el cielo su petición, y cuando menos lo esperaba oyó a Carmen y Vicente que
decían:
— ¡Victoria, victoria, los radicales populistas
no nos superaron en número! ¡Ea, señora gobernadora, levántese vuesa merced y
venga a gozar del vencimiento y a repartir los despojos que se han tomado a los
enemigos por el valor de ese invencible brazo!
—Levántenme —dijo con voz entrecortada la magullada
Dolores.
Ayudáronle a levantar, y, puesta en pie,
dijo:
— Yo no quiero repartir despojos de
enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si es que lo tengo, que me dé un
trago de vino, que me seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronla, trajéronle el vino,
desliáronle los escudos, sentóse sobre su lecho y desmayose del temor, del
sobresalto y del sofoco. Ahora les pesaba aquella reforma de Estatuto tan desafortunada
y a destiempo. Preguntó qué hora era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y
sin decir otra cosa comenzó a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos la
miraban y esperaban en qué había de parar la prisa con que se vestía. Vistióse,
en fin, y poco a poco, porque estaba molida y no podía ir mucho a mucho, marchó
en su carruaje a la capital del reino, siguiéndola cuantos allí se hallaban, y
llegándose hasta Mariano Rajoy lo abrazó y le dio un beso en la frente, y no
sin lágrimas en los ojos le dijo:
—Venid vos acá, compañero y amigo mío,
conllevador de mis trabajos y miserias; cuando yo me avenía con vos y no tenía
otros pensamientos que los que me daban los cuidados de enmendar vuestros errores
y de sustentar vuestro corpezuelo dichosas eran mis horas, mis días y mis años;
pero después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la
soberbia se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y
cuatro mil desasosiegos. Y en tanto que estas razones iba diciendo, encaminando
sus palabras y razones al mayordomo, al secretario, al maestresala y a Vicente
Tirado, que allí presentes estaban, dijo:
—Abrid camino, señores míos, y dejadme
volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada para que
me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernadora ni para
defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor
se me entiende a mí de asuntos de fontanería y negocios familiares que de dar
leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma,
quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido.
Mejor me está a mí una secretaría general o un acta de diputada en la mano que
un cetro de gobernadora. Más quiero hartarme de gazpachos con dos o tres
sueldos que estar sujeta a la miseria de un médico impertinente que me mate de
hambre, y más quiero recostarme a la fresca de mi cigarral en el verano y
arroparme en los fríos del invierno, en mi libertad, que acostarme, con la
sujeción del gobierno, con peores ropas y menos dineros. Vuestras mercedes se
queden con Dios y digan al rey mi señor que mis días de gobernadora tocaron a
su fin y me dispongo a retomar finiquitos, despidos diferidos y los quehaceres
que dieron lugar a llamarme Dolores de Prospedal.
Plumaroja
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