viernes, 13 de julio de 2018

ALFONSO XIII, OTRO BORBÓN CALAVERA Y VIVIDOR

Alfonso XIII

Alfonso XIII fue rey borbón, fumador y putero que hacía trampas en las apuestas de los galgos y tenía halitosis y el barman Emile del Hotel París de Montecarlo le puso su nombre a un cóctel hecho con ginebra y dubonet.
Alfonso XIII financió pelis porno con putas del barrio chino de Barcelona que eran medio pandorgas y bigotudas y fue buen tirador de pichón y de pájara. Por lo demás, era prognato, su labio inferior obedecía a la gravedad, le barruntaba el hocico y tendía a perder dientes. Lo que le gustaba era hacer bastardos con las suripantas, jugar mal al bridge y ponerse uniformes de coracero como si fuera el káiser Guillermo mandando tropas en una guerra bonita y colonial.
Alfonso XIII tuvo su guerra colonial en el moro, pero no le salió bonita porque se le llenó de muertos capaos y se la protestaron en casa y cuando los quintos morían en los blocaos del Rif él estaba en las playas de Deauville, jodiendo modistas. Apreció, sin embargo, que le dijeran el Africano, como a Escipión, igual porque le pareció postizo de reconquista en comparación con el Piernitas, que era como le llamaba el popular por enclenque. Su madre María Cristina, que te quiere gobernar, le decía Bubi, que tampoco es nombre de Miura.
Alfonso XIII intuyó, en cambio, la campechanía borbónica y pensó que reinar era bajar al castizo, comerse un cocido con un simple y contarle dos chistes verdes, pero juraba la constitución por la mañana y por la tarde consentía la dictadura de Primo de Rivera. Al rey Manuel II de Portugal le aconsejó salir en los ecos de sociedad y meterse a sus súbditos en el bolsillo porque “en nuestros reinos no se reina por la tradición, sino por la simpatía y los actos personales del soberano”.
Alfonso XIII fue simpático de oficio, pero sus actos personales eran los de un señorito un poco calavera que salía de noche al cañí a rendir una juerga de peleón y putas y esencialmente se conducía con el sentido de la superioridad natural de quien ha sido rey desde la niñez. Gregorio Marañón dijo que era un botarate educado entre faldas y sotanas y le vio hacer apuestas de mil duros por disparo en el tiro al pichón. Una tarde ganó sesenta mil pesetas porque no era mal tirador y en una cacería en Santa Cruz de Mudela, en Ciudad Real, cobró 450 perdices, 130 conejos y 40 liebres.
Alfonso XIII fue a buscarse novia al extranjero y le arreglaron una cita con la princesa Patricia de Connaught, que le rechazó por feo (según el historiador Juan Balansó) y porque le apestaba el pico a retrete por la halitosis y el rey se trajo a casa a Victoria Eugenia de Battenberg de trofeo de consolación, que era pechugona y rubia. La casó y le atinó siete aciertos que culminaron con irregular suerte y casi no perpetuó la estirpe porque le salieron dos hijos hemofílicos y uno sordo, pero enseguida le perdió el interés y se puso a merendar fuera de casa.
Dejó preñadas a dos institutrices de los infantes, una de ellas era escocesa y sabía tocar el piano, y tuvo dos hijos con la actriz Carmen Ruiz Moragas y otro con Mélanie de Vilmorin que cuando creció se hizo botánico. Carmen Ruiz Moragas debutó en el María Guerrero y estuvo casada seis meses con el torero Rodolfo Gaona, el Califa de León, y el rey le puso un chalet en la avenida del Valle. La leyenda quiere que cuando murió en 1936 de cáncer de útero, se untó los labios de canela y el rey se los besó como el príncipe necrófilo de la Bella Durmiente, pero para entonces ya estaba casada con el periodista comunista Juan Chabás y se había hecho republicana. El rey brioso adornó su lista de queridas con abundamiento y pudo presumir entretenimientos con Celia Gámez y con la Bella Otero, con la marquesa de Craymayel, con Beatriz de Sajonia-Coburgo, con la viuda del duque de Fernán-Núñez y con la bailarina Carmen de Faya, que en un concurso hípico en San Sebastián le regaló sus zapatos de raso en un arranque de fetichismo y él le devolvió flores.
Cuando se iba de putas usaba el nombre de Monsieur Lamy y le gustaban merinas y a medio lavar y encomendó al conde de Romanones la misión de encargarles a los hermanos Baños, propietarios de la productora Royal Films, el rodaje de pelis porno con rameras del barrio chino de Barcelona que salían enseñando los parruses selváticos y sin peinar y tocándole la flauta a un cura. El clero debió apreciarlas, en todo caso, porque tres de ellas (las películas, no las golfas) aparecieron sesenta años después en el monasterio de Moncada y hoy se conservan en la Filmoteca Valenciana.
En 1929 se mezcló en un asunto feo de galgos y mangantes y engordó la cartera con sus acciones de la sociedad la Liebre Mecánica, que recibía los réditos de las apuestas de las carreras de galgos organizadas por el Club Deportivo Galguero Español, una sociedad sin ánimo de lucro cuyos beneficios debían ir al fomento del galgo español y a la beneficencia en vez de al bolsillo de los jetas.
Cuando se proclamó la República en 1931, el rey quemó su colección de fotos de chavalas en cueros, dejó a la familia en la cama, recibiendo pedradas y guardada por veinticinco alabarderos, y se escapó del Palacio Real por una puerta de retaguardia que daba al Campo del Moro. Se montó en un Hispano Suiza y llegó a Cartagena, se embarcó en el “Príncipe Alfonso”, al mando del capitán Manuel Fernández Piña, y puso rumbo a Marsella, donde llegó a las tres de la mañana y se quejó de que estuviesen cerradas las casas de putas. Valle Inclán dijo que el pueblo le echó por ladrón.
Alfonso XIII junto al retrato de Carmen Ruiz, una de sus amantes
Alfonso XIII hizo un exilio decadente de hoteles, casinos, safaris en Sudán y viajes a Hollywood con Douglas Fairbanks, al que le pidió que le presentase a Fatty Arbuckle, su cómico favorito, y cuando le dijo que no era una compañía conveniente desde que se le había muerto una corista de una peritonitis provocada por la introducción de una botella de champán por la escotilla, le contestó que eso le podía haber pasado a cualquiera. Encontró que el exilio engordaba y la libertad le pareció una lata porque tenía que bajar a por el periódico. Se compró un Bugatti y lo guiaba a ciento veinte por hora y en Viena mató a un peatón y se apostaba cien libras por mano en las mesas de Deauville jugando al chemin, una variante del bacarrá.
Murió el 28 de febrero de 1941 en el Gran Hotel de Roma, de una angina de pecho, atendido por el doctor Frugoni y por sor Inés, una monja navarra del valle de Echauri, abrazado al manto de la Virgen del Pilar y diciendo según unos: “¡Dios mío, España!”, y según otros pidiendo agua fría.
Baroja lo encontró esencialmente cursi y dijo que tenía los gustos de un señorito de la burguesía y que sus andanzas de colchón no tenían mérito porque eran facilísimas por su posición de sultán, y que “anduvo con una cupletista tonta que en Cuba, según dicen, estuvo liada hasta con los negros”. La inclusión de los negros cimarrones en la ecuación de don Pío igual le confundió y tenía en la cabeza al príncipe Alfonso de Borbón y Battenberg, el primogénito del rey, que renunció a sus derechos sucesorios para casarse con la cubana Edelmira Sampedro, que le decían la Puchunga, de la que se divorció para reincidir en el Caribe y volverse a casar con la modelo Marta Rocafort, natural de La Habana, con la que solo duró seis meses. Don Alfonso se consoló en Miami con una cigarrera de un boliche de alterne que se llamaba Mildred Gaydon y le decían la Alegre y a la que pidió casorio que no llegó a celebrar porque se mató, el pobre, estampándose en coche contra una cabina.
Martín Olmos

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