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Luis Montes en una concentración en defensa de la sanidad pública |
El viernes recibí la noticia del repentino
fallecimiento del doctor Luis Montes. Al parecer, su corazón se quebró mientras
se dirigía en automóvil a un encuentro sobre la muerte digna. A mi entender,
cayó en acto de servicio. Ejerciendo la coherencia ideológica, humanitaria
diría yo, que tantos problemas y sinsabores le acarrearon durante un largo
periodo de su vida.
Por si alguien no recuerda los hechos, el doctor
Montes fue acusado de realizar sedaciones irregulares en el hospital Severo
Ochoa de Madrid y se convirtió en el blanco de una campaña de desprestigio por
parte del gobierno de Esperanza Aguirre y de un amplio número de palmeros,
oportunistas y otros entes despreciables. Pese a que se desestimaron los
delirantes cargos penales, la carrera de Montes no se recuperó jamás de esta
conjura de necios que llegaron a compararle con Mengele o el líder de Sendero
luminoso. Es verdad que ‘la justicia’ acabó condenando económicamente a
ilustres bocachanclas, como Miguel Ángel Rodríguez, por las barbaridades
vomitadas en los medios. Pero el daño profesional y moral era irreparable.
En aquellos años supe de la cacería que habían
emprendido contra el anestesista. Siendo muy joven, tuve la fatalidad de perder
a familiares muy cercanos de maneras horribles. Padeciendo interminables
agonías. Innecesarias y crueles. Un infierno por el que no dejaríamos pasar ni
a una mascota. Desde entonces, tuve claro que algo andaba mal en una sociedad
que anteponía conceptos religiosos o conflictos éticos a la mínima piedad que
exige un moribundo. Eso fue lo que me motivó a mandar una carta a El País y
otros medios mostrando mi incondicional apoyo al doctor Montes.
Pocos días después, se puso en contacto conmigo
para agradecerme el gesto. Yo le agradecí su valentía. Y tuve la gran suerte de
compartir varios momentos con él y otro gran luchador por la libertad y el
derecho a la muerte digna, mi amigo el profesor Antonio Aramayona. Por eso
puedo dar fe de la profunda tristeza que emanaba, pese a sus firmes
convicciones, por el linchamiento al que había sido sometido.
Sus carniceros fueron los mismos que saquearon la
sanidad pública madrileña. El consejero Lamela, autor intelectual de la campaña
contra Montes, se forró privatizando a tontas y a locas. Se desmantelaron
hospitales, se transfirió dinero opaco de la pública a la privada, se
externalizaron servicios esenciales…
Los pacientes que fueron sedados por Montes (con
consentimiento previo) evitaron tener que pasar por una larga e inútil agonía.
¿Se puede decir lo mismo de todos los que murieron en las infinitas listas de
espera?, ¿o de los que, debido al impacto del caso Montes, fallecieron rabiando
porque ningún sanitario se atrevía a sedarlos por miedo a las consecuencias?
Si algo está claro como la luz del día es que todos
llegaremos a ese trance llamado muerte. Y cada uno, conforme a sus creencias, debería
poder optar por hacerlo a su manera.
A los que rompieron la carrera y el corazón de mi
amigo les deseo un final coherente con su prédica: Una larga, lenta y dolorosa
agonía que les haga entrar en éxtasis. Sin ningún Montes a mano que aminore la
catártica experiencia. ¿No es lo que dicta su podrida conciencia? Pues que así
sea.
¡Gracias por haber luchado tanto y tan bien Luis!
Espero que todo fuera tan dulce como tú te merecías. Antonio y tú os habéis
largado físicamente pero vuestro legado de compromiso por la libertad nos ha
impregnado hasta los huesos. Recogemos el testigo.
¡Que la tierra te sea leve compañero!
Ana Cuevas Pascual
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