Extracción de carbón 'a cielo abierto' |
El cierre de las minas y de las plantas de carbón es uno
de los elementos más polémicos de la transición energética en España y uno de
los mayores escollos para avanzar hacia una reducción de emisiones responsable
en nuestro país. Podemos ridiculizar a Trump, pero en España el uso del carbón
se ha disparado en los últimos años: en 2015 fuimos tristemente el país del
mundo que más aumentó su uso, en 2017 seguimos aumentando su uso debido a la
sequía y el actual gobierno está empeñado en defender esta estrategia suicida impidiendo
el cierre de plantas y contraviniendo legislación europea.
Entre todas las actividades llamadas a desaparecer por la
necesaria descarbonización de nuestra sociedad, ninguna ha representado mejor
las dificultades de la transición que la de la minería del carbón. Y es que el
carbón además de importancia económica tiene un gran poder simbólico.
Representa el primer combustible fósil a suprimir en la lucha contra el cambio
climático por su potencia contaminante, pero representa también un referente de
la lucha obrera y de los perdedores de la globalización. Por eso, no es de
extrañar que los mineros del carbón y sus comunidades se hayan convertido en la
excusa propagandística de Trump para barrer la legislación climática.
En 2015 el carbón causó el 41% de las emisiones de CO2 de
la generación de energía. Por esta contribución al cambio climático es tan
importante su pronta eliminación. Su abandono conlleva dificultades sociales ya
que la minería está concentrada geográficamente en comarcas que han organizado
durante años sus economías alrededor de la actividad extractiva y que dependen
fuertemente de esta. Pero, además, la minería del carbón tiene un valor
simbólico en las economías industriales. Es en las minas del carbón uno de los
lugares donde se “domesticó” el capitalismo salvaje de la revolución
industrial, donde el movimiento obrero se hizo fuerte y se generó identidad
colectiva de solidaridad, donde se ganaron además algunas batallas para el
avance de la democracia.
Esto no significa que la cultura de la minería del carbón
haya generado economías decentes: la minería en la mayor parte del planeta
sigue aniquilando la vida y la salud de los mineros, destruyendo los
ecosistemas donde se asienta, condenando a las mujeres a roles sociales de
segundo orden.
Al símbolo de lucha solidaria se ha sumado en las últimas
décadas y en los países desarrollados la de perdedores de la globalización. El
movimiento minero podía haber ganado la pelea al capitalismo salvaje de la
revolución industrial para mejorar sus empleos, pero en los países
desarrollados perdía la pelea ante la globalización y el aumento de la
automatización para mantenerlos.
Por ello en el debate sobre la eliminación de este
combustible se mezclan una, otra y otra vez, elementos económicos, ecológicos y
simbólicos que habría que tratar por separado. Ninguno puede cambiar el hecho
de que, debido a la gravedad del cambio climático, en el único futuro decente
posible no puede quemarse carbón y que la eliminación de este combustible tiene
que ser rápida.
La transición en España ya ha ocurrido en su mayor parte,
lo más difícil y costoso se ha hecho. Los resultados son muy desiguales, pero
España ha pasado de 45.000 mineros a menos de 3.000 en tres décadas y las
medidas de protección social para los trabajadores del sector han garantizado
una transición quizás mejorable pero no salvaje. Sin embargo, la
diversificación de las cuencas ha sido muy deficiente por lo que para encarar
el cierre de las minas que quedan y las plantas existentes habrá que hacer mejores
políticas de diversificación económica.
Desgraciadamente, a pesar de la reconversión del carbón,
las eléctricas han mantenido su uso como combustible, mayoritariamente
importado, por lo que han hurtado las posibles ganancias ecológicas de esta
reconversión a la sociedad.
En la actualidad, hecho lo más difícil
socialmente, una transición justa pasa por el plan de cierre. Las comunidades y
los trabajadores que siguen dependiendo del carbón y sus plantas merecen un
futuro, y para ello es muy importante centrarse en hablar del mismo y de las
inversiones necesarias a realizar en las comarcas para la generación de
actividad del futuro, no en cómo saltarse la normativa europea e incumplir
nuestros compromisos climáticos. Y debatir cómo estas inversiones pueden
generar comunidades prósperas, cohesionadas, solidarias. La actividad de las
minas de carbón está condenada a desaparecer, pero ni sus comunidades ni el
símbolo que representan deberían hacerlo con ellas.
Laura Martín Murillo
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