El terrorismo yihadista no parece un problema sencillo de afrontar. Cuanto más ahondamos en su análisis, más complejo parece hallar una solución. De lo que no cabe duda es que sería necesaria una estrategia global que abarcara varios frentes: interferir sus vías de financiación (aunque es un asunto complicado porque algunas no provienen de los pozos de petróleo sino de secuestros y extorsiones en las zonas ocupadas); que Occidente deje de suministrar armas que acaban en sus manos; obligar a posicionarse a los países del Golfo pérsico o hackear masivamente las páginas proselitistas que pueblan internet podrían formar parte del paquete de respuestas.
Ministro de Defensa pasando revista a las tropas |
Pero no basta. Hacen falta otras medidas estructurales que atañen a la política exterior e interior de los países occidentales. Para enfrentarnos a esta cuestión con algo de superioridad moral, Occidente necesita hacer autocrítica. Nuestras intervenciones en muchos conflictos internacionales han priorizado los objetivos geoeconómicos sobre los humanos. Y esas víctimas colaterales han servido para alimentar el odio de los extremistas. Pero dentro de nuestros propios países, la marginación y los ghettos a los que se ven abocados muchos inmigrantes por falta de políticas auténticamente integradoras también se han convertido en un peligroso caldo de cultivo. Por otro lado está esa versión aventurera de la yihad que hace que muchachos y muchachas, sin antecedentes de ser especialmente religiosos y de clases más acomodadas, se dejen captar por su imaginería bélica y sangrienta. Una maraña difícil de desentrañar.
Es ingenuo pensar que no habrá que utilizar la fuerza. Dentro de un plan global no se puede descartar su uso en situaciones concretas. Pero siempre están quienes piensan que ellos tienen una solución final que puede resolver a bombazo limpio cualquier problema. Los que tiran de tripas, básicamente porque carecen de cerebro, para apelar al uso indiscriminado de la violencia. “Machoncitos” y “machoncitas” de barra, como les define Iñaki Gabilondo, que hacen uso de su virilidad, no importa el sexo, de matones pendencieros.
El miedo es un argumento muy antiguo de la extrema derecha xenófoba. Un discurso envenenado que cala entre la gente amedrentada y poco reflexiva. En Francia lo sabe bien Marine Le Pen, que piensa sacar rédito de la ola de terror. Aquí, García-Albiol achaca el terrorismo a la multiculturalidad. Los clásicos griegos y latinos se rasgan las vestiduras desde ultratumba. La multiculturalidad nunca ha sido el problema. Gracias a ella las sociedades se han enriquecido y alcanzado mayores cotas de progreso.
Sin embargo, la desigualdad y la injusticia si que colaboran directamente con el terrorismo. Y también esa mirada hipócrita que distingue entre víctimas según su nacionalidad o procedencia.
Puede que estemos en guerra pero que nadie sueñe que se puede machacar al enemigo con una lluvia de bombas y un par de bemoles. Hay situaciones que requieren de órganos distintos a las gónadas sexuales. Quizás sea hora de probar a combinar corazón y cerebro antes de atender a los gritos de guerra de los machos cabríos.
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