José Manuel Pérez Carrera ||
Profesor de Literatura España y coordinador para AMESDE
del Taller de Lectura Memoria de la Guerra Civil en la Literatura ||
Partiendo del hecho real de que para los jóvenes de hoy la Guerra de España de 1936-1939 es tan lejana y ajena como pudiera serlo, por ejemplo, la de la Independencia de 1808-1812, el conocido novelista y académico Arturo Pérez-Reverte ha escrito una obra, recordando a esos jóvenes los hechos más significativos de esos tres años. El libro, con excelentes ilustraciones de Fernando Vicente, se compone de treinta breves capítulos, cada uno de los cuales se ocupa de un tema específico, y de unos breves pero útiles apéndices cronológicos y de terminología. Ya en el prólogo se explicita la intencionalidad de la obra: “Para evitar que tan desoladora tragedia vuelva a repetirse, es conveniente recordar cómo ocurrió. Así, de aquella desgracia podrán extraer conclusiones útiles sobre la paz y la convivencia que jamás se deben perder”.
Loable propósito el manifestado por el autor, pero que nace viciado en su origen: antes de saber “cómo” ocurrió un hecho, conviene tener claro “por qué” se produjo ese acontecimiento. Y en lo que cuenta Pérez Reverte se desprenden tres premisas, a mi juicio, erróneas y que vienen siendo utilizadas reiteradamente por muchos ensayistas y divulgadores (en lo que no es otra cosa que una visión actualizada de la propaganda franquista de siempre):
1º: que la guerra civil fue “una confrontación inevitable”, lo que exime de responsabilidad a quienes la iniciaron o, al menos, reparte las responsabilidades entre todos, lo cual equivale a justificar a los sublevados.
2º: que la guerra civil no fue sino una confrontación entre dos ideologías enfrentadas: el fascismo italiano y el nazismo alemán, por un lado, y el comunismo soviético por otro, con lo que se deja a un lado el valor y el sufrimiento de los españoles (cosas parecidas, aunque más burdamente expuestas, decía Cela en la dedicatoria a su novela San Camilo, 36).
3º que “los dos bandos fueron víctimas y verdugos” y que “en la guerra civil hubo responsabilidades y atrocidades por todas partes”.
Hay, además, otro defecto igualmente grave a lo largo de gran parte del libro: en su afán de ser “neutral”, de no tomar partido por unos o por otros, Pérez Reverte propone en la mayoría de los capítulos de la primera parte una forzada equidistancia para mostrar que tan malos fueron los unos como los otros. Veámoslo:
Las atrocidades: “En los dos lados se sucedieron las denuncias, los encarcelamientos y las ejecuciones. Aunque más frecuentes al principio, las atrocidades continuaron durante todo el tiempo que duró el conflicto”.
Los lugares: si en el capítulo siete se dice que “la defensa de Madrid admiró al mundo”, en el ocho se comenta defensa heroica que los rebeldes hicieron en Santa María de la Cabeza y en el Alcázar de Toledo, “donde militares y civiles estuvieron resistiendo los asaltos del ejército y las milicias republicanas hasta que fueron socorridos por el ejército de Franco”.
Las represalias: En el capítulo nueve se cuenta la brutalidad franquista de Badajoz “donde en una despiadada represión fueron asesinados dos mil personas, incluidas mujeres y menores de edad” o de Málaga, cuando “columnas de fugitivos con mujeres y niños fueron cruelmente bombardeados desde aire y mar”. Pero a continuación, en el capítulo diez se cuenta cómo el caos republicano facilitó “represalias y matanzas de clérigos, falangistas monárquicos y personas sospechosas de simpatizar con la sublevación. Muchas iglesias y conventos fueron destruidos y se asesinó a seis mil sacerdotes y religiosos”.
La intervención extranjera: sin ningún matiz acerca de la cantidad y calidad de los materiales suministrados ni sobre las fechas de la intervención, se afirma sencillamente que “la Alemania nazi y la Italia fascista tomaron partido por las tropas rebeldes, suministrándoles recursos y material de guerra. La Rusia soviética, confiando en que una victoria republicana acabaría convirtiendo a España en un país comunista, también intervino activamente con consejeros y armamento”.
La retaguardia: “en los lugares conquistados por los sublevados se ejercía una feroz represión. Se llenaban de prisioneros cárceles y campos de concentración y se calcula que durante la guerra civil fueron asesinadas 180.000 personas fieles a la República, a veces por el simple hecho es estar afiladas a un sindicato”. Se señala también que el poeta García Lorca fue asesinado “por sus simpatías izquierdistas”. Y a continuación, en lo que respecta a la retaguardia republicana se señala que también fueron numerosas las “detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos, que se calculan en unas 50.000 (…) Un gran número de presos conocidos por sus simpatías derechistas fue asesinada de forma masiva en Paracuellos del Jarama (…) entre ellos el autor teatral Pedro Muñoz Seca”.
Violación de mujeres: “En la zona republicana, numerosas detenidas por grupos incontrolados fueron violentadas y asesinadas, aunque en la zona franquista esos abusos fueron más frecuentes: infinidad de ellas fueron maltratadas, rapadas al cero y violadas por los vencedores, cuando no ejecutadas por sus ideas o parentesco”.
A la brutalidad del bombardeo de Guernica, efectuado por la Legión Cóndor “con autorización del Estado Mayor de Franco” se une el enfrentamiento de los grupos republicanos en Barcelona, donde “agentes soviéticos que actuaban en España intervinieron directamente, complicando aún más la situación”.
Es evidente el propósito del autor de establecer similitudes y comparaciones en las actuaciones de las dos fuerzas enfrentadas sin que exista explicación alguna que muestre que no tuvieron el mismo origen, la misma significación o la misma transcendencia. Me detengo solo en un ejemplo, pero cabrían muchos otros: Aunque tanto derecho tenía a su vida Muñoz Seca como García Lorca, el asesinato del segundo fue premeditado, preparado y autorizado expresamente y con toda la intencionalidad por las autoridades rebeldes, mientras que Muñoz Seca fue asesinado fruto de una coyuntura política difícil (evitar que los presos se rebelaran en noviembre del 36 y ayudasen desde dentro a las fuerzas franquistas) y sin autorización de las autoridades de Madrid (teóricamente el convoy alejaba a los prisioneros de Madrid) que nunca aprobaron el crimen de Paracuellos.
Solo en una ocasión se matiza este comportamiento presentado como idéntico: en el capítulo de las represiones, cuando señala que “mientras en la zona gubernamental esta barbarie era, en buena parte, fruto del desorden y obra de elementos incontrolados, en la zona rebelde los asesinatos eran tolerados y hasta organizados por los mandos militares, a fin de eliminar toda resistencia y amedrentar a la población”.
Esta “tramposa” equidistancia de casi toda la primera parte del libro se diluye en los capítulos en los que se describen el desarrollo de las principales batallas (El Jarama, Guadalajara, Brunete, Belchite, Teruel, el Ebro), la sublevación del coronel Casado, los caminos del exilio, la situación en que quedó la España franquista, la incidencia de la II Guerra Mundial o la actividad del maquis, capítulos todos ellos en los que el autor se limita a narrar o describir sucesos y realidades perfectamente contrastables.
Las conclusiones a las que llega el lector ingenuo o no avispado (como lo son los jóvenes a quienes se dirige el libro) son evidentes a estas alturas de la historia: niños, seamos buenos, respetémonos unos a otros y no dejemos que los de fuera se mezclen en nuestros asuntos. Y del pasado, ¿qué? Pues que visto lo que se nos cuenta, más vale que nos olvidemos de ello y de quienes protagonizaron aquella atrocidad: unos y otros son modelos que no debemos seguir. Franco o Azaña, qué más da, republicanos o rebeldes, rojos o nacionales, a la postre, todos hicieron lo mismo, todos cometieron idénticas atrocidades. Y así se zanja ese episodio del pasado, con el piadoso corolario de que nunca debemos repetir semejante barbarie.
Estoy seguro de que el autor no estaría de acuerdo con este análisis e intentaría aducir algunos testimonios del libro. Efectivamente, se reconoce en el primer capítulo que desde 1931 había en España “una república democrática, con representantes elegidos por el pueblo (y que) había mucha pobreza, incultura y desigualdades sociales, con clases dirigentes acomodadas y grandes masas necesitadas y buena parte de los españoles se mostraba insatisfecha con aquel estado de cosas”. Eso era cierto en 1936 y, en gran parte, sigue siendo verdad en 2015, precisamente (y esto es lo que se escamotea en el libro) porque la República quiso cambiar ese orden de cosas y los que realmente detentaban (y algunos siguen detentando) el poder, es decir, el capitalismo financiero, los terratenientes, los militares y la iglesia católica, cuando vieron que con el Frente Popular se iban a acabar sus privilegios seculares e injustos, se despojaron de la máscara democrática de la CEDA y pretendieron recuperar por la violencia lo que les iba a ser quitado por las urnas y la democracia. Y si esto no se dice, si se calla que la sublevación fascista-militar-capitalista- eclesiástica de julio de 1936 se produjo para restituir el viejo orden social injusto y ya periclitado en la Europa más avanzada, se está falseando en problema en su origen. Este es, a mi juicio, el punto más débil del libro, de tal manera que lastra, en gran medida, todo lo demás.
Y no es la primera vez que Pérez Reverte toma partido por esta visión aparentemente “aséptica” de la Guerra Civil, compartiendo las tesis de la “tercera España”, cuyos máximos exponentes actuales son Andrés Trapiello y Antonio Muñoz Molina. Según ellos, la única actitud correcta ante el conflicto es la mantenerse igualmente alejados de los sublevados como de una República que (según ellos) había perdido su legitimidad. En el prólogo al libro de Juan Eslava Galán Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadiePérez Reverte (que ha repetido machaconamente esa misma frase en la presentación de su libro y en las múltiples entrevistas que se le han hecho) ya escribía: “Una república desventurada en manos de irresponsables, de timoratos y de asesinos, un ejército en manos de brutos y de matarifes, un pueblo despojado e inculto, estaban condenados a empapar de sangre esta tierra”. Cómoda manera de lavarse las manos: afirmando como hace que “las dos Españas mamaron la misma leche”, se apartan del compromiso con la legalidad establecida en 1936 y colocan en el mismo plano moral a los que se sublevan contra la República y a los que luchan por defenderla. A todos ellos les convendría reflexionar sobre estas palabras escritas en abril de 1938 por Antonio Machado, que permaneció fiel a la Repúblicas hasta su muerte en el exilio: “Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que “au desus de la mêlée”.
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